5. La Casa del Pueblo

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La Casa del pueblo

Llegó el mes de junio y en el pueblo reinaba una relativa armonía. Incluso parecía que la gente había recobrado su tradicional buen humor y disposición de ánimo, porque no era raro escuchar llegando de los campos o las huertas cercanas el canto desgañitado de algún gañán ejercitándose para las fiestas de San Juan con sus rutinarias coplas, las más picantes y mal intencionPuradas. Las golondrinas del patio ya estaban de arrumacos y la hembra no paraba de mejorar el nido mientras el macho nos despertaba al alba con sus sonoros trinos rutinarios, casi con deje y estribillo. Las mujeres cantaban también camino del río o de la fuente y las mozas se probaban las sayas de sus abuelas, las medias caladas y las redes negras para sujetarse los moños, pero siempre tocadas de alguna margarita en vivo contraste con el negro de sus cabellos, o de una tosca amapola. En lugar de andar parecían bailar, que si no fuera por el peso de los cántaros o de los cestos de ropa para lavar, seguramente que no andaría, sino que bailarían.

Lo que sucedía era que se acercaba San Juan y la que más y que menos tenía ya echado el ojo amoroso a algún mozo del lugar, encendido su media docena de velas a San Antonio y rezadas unas docenas de avemarías, alteradas a conveniencia, pidiendo novio para ese año a la misma Virgen María, que por ser tan escasa de santos la iglesia, también servía para esa función. La religión en mi pueblo no era sólo devoción, sino algo tan vivo y real como si los santos fueran miembros de la propia familia; los que estaban en contacto con Dios y sabían hacer esos milagros.

Inés no era una excepción, pero había cambiando tanto desde su nueva responsabilidad que parecía estar ya por encima de aquellas ingenuidades y miraba la vida con otro aire, sabiendo que los santos no hacían los milagros, sino la cultura, por lo que ya no era tan frecuente verla aparecer por la iglesia, salvo los domingos, para acompañar a su madre y a sus tías abuelas, y porque nadie en el pueblo podía dejar de asistir a la misa del domingo sin sufrir las consiguientes murmuraciones y la callada censura del pueblo. Como si acudir a misa no fuera sólo un precepto religioso, sino una obligación social propia de gente honrada y de buenas costumbres, como se jactaban de ser la mayoría de los aldeanos.

Las clases de alfabetización dieron comienzo a mediados de mes y mis temores iniciales sobre mi incapacidad para las letras se esfumaron rápidamente. Los rápidos progresos se debían sin duda a la naturalidad, paciencia y buen hacer con que nos enseñaba Inés, que por haber sido ella misma una analfabeta apenas unos meses antes, estaba en la situación de comprender a los que nos reuníamos en aquella clase recién encalada, con su mapa de España, su cartel de la U.G.T. del campo, con un joven matrimonio y su retoño, exultantes de vitalidad, trabajando la mies casi en éxtasis con la naturaleza, una pizarra recién estrenada, una pequeña estantería con cuadernos de caligrafía, tablas de multiplicar y los cuatro libros de lectura que esperaban pacientemente a que supiéramos distinguir las letras unas de otras y los pudiéramos leer ya de corrido. No había bancos como en una escuela normal, sino una gran mesa rectangular en el centro de la sala y dos bancos corridos de madera a cada lado, toscamente elaborados, donde nos sentábamos unos casi encima de los otros.

Inés no hacía excepciones conmigo ni con nadie, y conocía bien sus propias limitaciones, así es que cuando algún alumno, por cierto mayoritariamente muchachas y hasta mujeres ya maduras, pero a penas media docena de muchachos de mi edad, entre los que estaba el hermano menor de Inés, que también era analfabeto, parecía no salir de algún atolladero, buscaba alguna metáfora divertida para relajar la tensión y la vergüenza:

—Esto es como los chicos, dan respeto hasta que se los conoce, después se ríe una por lo tonta que había sido —y comenzaba la rutina simple para ella pero endiablada y complicada para nosotros—: «La eme con la a, ma; la eme con la e, me; la eme con la i, mi», etcétera.

Era gracioso vernos allí, mozos y mozas en edad de andar por la taberna y en pleitos ya de amoríos, como niños pequeños leyendo la cartilla de primaria, con más atención y ansiedad por saber que si fuéramos verdaderamente niños. Y era solemne ver a una sencilla campesina, casi analfabeta como nosotros, instruir a sus propios paisanos, compañeras de juego y candidatas a novios, con la mayor naturalidad y sin que nadie osara ni por hacer una gracia faltarla al respeto. Y es que la cultura nos dignificaba, tanto que aprendíamos más de lo que nos enseñaban, pues hay cosas que están en uno mismo y sólo es necesario un buen ambiente para estimularlas. De manera que aquellas mozas en apenas unas semana habían dejado de ser una ingenuas campesinas, incapaces de tomar parte en una conversación, para atreverse a opinar sobre casi cualquier cosa, como si sus mentes se hubieran librado de unas cadenas invisible que las tenían presas.

Para estimular su entendimiento, Inés leía algunas noticias del

«El Socialista» y pedía que las comentáramos y expresáramos nuestra opinión. Aquella iniciativa había surgido de ella misma, convencida de que leer y escribir no era suficiente, sino que se aprende a leer sobre todo para poder entender.

—«Los precios de los productos agrícolas han aumentado un 6 por ciento en lo que va de año, y de persistir la sequía podían llegar al 10 por ciento, con lo que es previsible que suba el precio del pan entre 5 y 10 céntimos.»

—¿Qué es eso de «porciento»…? —preguntaba alguna moza levantando disciplinariamente el brazo, sin que nadie la hubiera dicho que eso era lo que había que hacer para intervenir.

—Si te digo la verdad, yo tampoco estoy muy al corriente — contestaba Inés, sin mostrar el menor embarazo, pues asumía que ella no era más lista que los presentes—. Debe ser que sube el trigo, porque si dice que el pan subirá diez céntimos es porque el trigo valdrá más, digo yo.

El Benjamín asentía con la cabeza las explicaciones de su hermana, porque él sabía la respuesta por haberla escuchado comentar en la taberna entre sus hermanos y el «Tejero», precisamente refiriéndose a esa misma noticia. Y eso era lo hermoso de aquellas clases, que no había maestro, sino que cada uno enseñaba a los demás lo poco o mucho que sabía.

—Quiere decir —explicó Benjamín levantándose ceremoniosamente y tragando algo de saliva para no atragantarse— que de 100 partes se toman 6 o las que sean del por ciento y se aumentan al precio que tenía. O sea, que si el trigo valía cien pesetas el quintal, ahora valdría 106 pesetas, y si fuera el 10 por ciento, pues valdría 110 pesetas y así según sea el tanto por ciento.

Satisfecho por su explicación, se volvía a sentar con aire de catedrático de economía, mientras que los demás tratábamos de hacernos una idea cabal de la explicación. Así aprendimos, no sólo a leer y a escribir, sino a entender lo que leíamos o nos leían, y nos dimos cuenta de que todos juntos sabíamos muchas más cosas de las que suponíamos, cada uno en lo suyo y con su propio entendimiento. Inés no era sino la barita mágica que estimulaba nuestra inteligencia. Otras veces nos leía algún poema de Antonio Machado, con tan buena entonación y cadencia que más de una vez se nos saltaron las lágrimas, sobre todo los inspirados por su amada mujer, Leonor, a la que se llevó la tuberculosis siendo casi una niña.




«¡Álamos del amor que ayer tuvisteis de ruiseñores vuestras ramas llenas, álamos que seréis mañana lirios al viento perfumado en primavera!




Álamos del amor, cerca del agua que corre y pasa, y sueña,

álamos de los márgenes del Duero conmigo vais, mi corazón os lleva.»




Tras cada lectura quedábamos tan profundamente impresionados que no acertábamos a explicarnos la razón, porque aquello de la poesía era tan nuevo para nosotros que nadie de los presentes sabíamos entender su magia, y por qué tan sencillas palabras llegaban tan hondo en el sentimiento. Todos habíamos visto álamos en la ribera del río, y mil veces ver a los lírios florecer en primavera, pero hasta no escuchar esos poemas de Machado no nos habíamos dado cuenta de lo distintos que eran de como los veíamos de corriente. Así es que Inés nos trajo también el amor por la poesía casi sin proponérselo.

Nunca después asistí a un colegio con mejor pedagogía que aquella improvisada aula de la Casa del Pueblo, ni nunca aprendí más de mí mismo que en aquellos felices meses en los que un ángel paso por nuestro lugar y nos dejó a todos los jóvenes la gracia del entendimiento y de la inteligencia sin apenas esforzarnos ni guardar nada en la memoria. ¡Pero ese era, en realidad, el verdadero espíritu de la II República española!

San Juan se acercaba y su magia dejaba el rubor en las mejillas, el frescor en las riberas del henares y el armonioso canto del jilguero entre las ramas de los viejos álamos del río, tal y como lo cantara Machado. Ya habían hecho la puesta las golondrinas, y se afanaban las cigüeñas de la torre de la iglesia, haciendo tabletear con más insistencia su largos picos, como poniendo urgencia a la vida para hacer bien su trabajo antes del próximo invierno. Se balanceaban ya los trigales como un mar verde de olas suaves en el reseco campo de Castilla y zumbaban las abejas en el romero. Las clases progresaban, pero la proximidad de las fiestas del equinoccio del verano alteraba la disciplina y se pensaba más en los bailes y en los trajes que en las letras, las rimas o las cuentas.

Con no poca vergüenza para nosotros, las mozas hablaban más de amoríos que de consonantes o vocales, verbos o predicados.

—Pues te digo que cuando venía a la Casa del Pueblo me ha mirao y de largo, como midiéndome de arriba abajo, ¡y las partes que no se mentan por vergüenza!

—¿Quién, el bruto del Nemesio? ¡No hagas caso mujer, que lo hace así de descarado con todas nosotras! ¡Ése se cree un figurín de catálogo!

—¡Pues lo que se dice buena planta, sí que la tiene!

—¡Pero si da coces como un borrico!

—¡Ea! —protestaba la chica—. A ver si ahora va a resultar que todos los mozos del pueblo son unos borricos y las únicas listas somos nosotras. ¡Con alguien nos tendremos que casar! ¿De qué nos sirve tanta cultura si no nos quiere nadie?

Era una observación muy sensata y, al mismo tiempo, un auténtico drama de difícil solución. En efecto, cuanto más aprendían más lejos estaban de su propio pueblo y de su gente. A veces llegué a pensar, sobre todo en los trágicos sucesos del 39, si no hubiera sido mejor haberlas dejado a todas aquellas alegres muchachas en su ingenua ignorancia, porque las relaciones entre ellas y el resto de los mozos se hicieron más tensas y hasta surgió algún que otro roce, provocado por los celosos muchachos, humillados en su hombría por las chicas.

—¡No estudies tanto que se te pone cara de borrica apaleada! — les censuraban.

—¡Y tú no aprendas las letras no vaya a ser que se te ensanche la cabeza y no te quepa la boina!

Se reprochaban mutuamente con un cierto sentimiento de amargura, al ver lo distante que estaban los unos de los otros y como aquellos modestos conocimientos abrían un enorme abismo entre ellos. A veces, incluso, las discusiones llegaban a la grosería y provocaban el llanto de las pobres muchachas.

—¡Pa’qué quieres que me ilustre, si lo que tiene que interesarte es que tenga un buen cipote, y no tantas letras ni tantas leches!

A pesar de todo, no dejaron de acudir a las clases, pero la Inés ya empezaba a correr de boca en boca como una agitadora revolucionaria, que estaba volviendo ariscas y respondonas a las mozas que acudían a sus clases. Pensaban que debía de sermonearlas con ideas políticas en lugar de enseñarlas a leer y escribir. La maldad propia de los pueblos se encargaba de aumentar los rumores y comentarios hasta que, como era de temer, en las vísperas de San Juan Inés apareció en una copla, que inevitablemente se cantaría en el pueblo por las fiestas:




«La hija del tío Valiente s´ha metido a docente, porque le pone caliente el hijo del tio Lafuente.»




Cuando sus alumnas, no sin violentarse, le susurraron al oído esta copla que habían escuchado la noche anterior, Inés me dirigió una confusa mirada, como si lo sintiera más por mí que por ella misma, se encogió de hombros y se limitó a comentar con las muchachas, más apuradas que ella misma, que «esas cosas pasan en todos lo pueblos por San Juan, pero pronto se olvidan». Así es que se lo tomó con resignación y entereza, lo que demostraba lo lejos que estaba ya del pueblo y de su propia gente. Pero lo que en realidad sucedía era que Inés estaba tan segura de que estábamos hechos el uno para el otro que no le importaba que nuestra supuesta relación estuviera ya en boca de todos. En cuanto a las mozas, entre ellas comentaban la mala intención de los muchachos, pero creo que también suponían que Inés y yo manteníamos relaciones más íntimas de las que la formalidad de nuestro trato durante las clases hacía suponer. Quienes realmente se indignaron fueron los hermanos Valiente, que amenazaron con desnucar al autor y al primero que la cantara en su presencia. Pero cuando en un pueblo surge una copla difamadora nunca se sabe quién o quiénes son sus autores. Es como si se tratara de un pacto de silencio: alguien la canta por primera vez y dice que la ha oído por ahí y así queda el asunto, sin que nunca se llegue a saber quién es su autor. A veces es un trabajo conjunto: varios mozos en la taberna se propone difamar a alguien y cada cual aporta una idea, unos riman lo que otros sugieren, agudizan la mordacidad de la crítica, hasta que, finalmente, la copla está concluida y nadie sabe quién la ha creado. En realidad, el autor es el pueblo entero, por su complicidad y regusto morboso por este tipo de maldades.

En la Casa del Pueblo, además de las clases para analfabetos, empezaron a celebrarse otros actos con más carácter político y social, como reuniones de campesinos para informales sobre la conveniencia de afiliarse al sindicato agrario de la U.G.T. La sequía que padecíamos mermaba considerablemente la producción de grano, y los precios por quintal no se habían movido desde los tiempos de Primo de Rivera, cuya compra estaba monopolizada por dos comerciantes y prestamistas usureros de Sigüenza. Precisamente la usura en los préstamos hipotecarios, para compensar las pérdidas en las cosechas, iba dejando un continuo goteo de pequeños propietarios que pasaban a ser arrendatarios de sus propias tierras, que iban a parar a manos de los usureros o de los bancos. En esta usura, más o menos legal, participaba también una «Caja Agrícola» de la Iglesia, creada para «invertir» los cuantiosos fondos acumulados por el cabildo y el obispado, como consecuencia de las muchas tierras y heredades que acumulaban, bien por testamentos o cesiones por parte de sus feligreses difuntos, o donadas para ser atendidos en su asilo de Sigüenza, el único de toda la comarca. De esta manera, la mitad de las tierras de cultivo del pueblo y casi todas las de baldío ya no eran de la gente del pueblo, sino de los cuatro o cinco usureros de Sigüenza, entre los que estaban testaferros del propio conde de Romanones, y de los bancos y cajas agrícolas, y cada vez había más campesinos que no tenían otra opción que trabajar como arrendatarios las tierras que habían sido por siglos propiedad de la familia. Por esta razón, las reuniones del nuevo sindicato agrario de la U.G.T. en la Casa del Pueblo estaban cada vez más concurridas y provocaban los recelos de los más hacendados, que ya veían a los socialistas del pueblo haciendo huelgas, como las que ya se producían en media Andalucía, cuando no la «revolución social», que proclamaban en Sevilla y sin el menor reparo el médico anarcosindicalista Pedro Vallina y el héroe de la aviación, Ramón Franco.

La más concurrida fue para informar de las primeras leyes de urgencia de la República, que afectaban directamente a esta situación, pues se prohibió temporalmente el desahucio de los campesinos que fueran arrendatarios. Pero, sobre todo, lo que provocó un mayor revuelo fue la prohibición del nuevo Gobierno provisional de que se emplearan peones en las labores agrícolas de fuera mientras los hubiera desocupados en el propio pueblo; del nuevo jornal mínimo de 5,50 pesetas, y de 11 pesetas por jornada de siega, cuando lo normal es que los patronos locales pagaran entre 2 y 3 pesetas de jornal y 8 ó 9 por jornada completa de siega. Por todo esto cundía ya el malestar entre los patronos. Donde peor calló la nueva ley fue en el «Círculo Social» del Casino de Sigüenza, verdadero cuartel general de los cuatro caciques que todavía ejercían con despotismo su actividad, como en los mejores tiempos de la dictadura, entre cuyos socios estaba don Mariano, el ex alcalde del pueblo. Los comentarios de don Mariano a don Gregorio, a la salida de misa, no dejaban duda sobre lo tenso de la situación.

—¡Yo ni decreto ni hostias!, y perdone padre por la expresión, pero tengo ya apalabrada las cuadrillas de segadores y no voy a coger estos vagos y chulos del pueblo, que no sirven más que para alborotar y enredar con la política. Antes prendo fuego la cosecha que bajarme los pantalones ante esta chusma de socialistas —finalmente, y con media voz, como si tratara de no ser escuchado por el cura, amenazaba veladamente—. Lo que hay que hacer es pegar fuego a la Casa del Pueblo, con todos ellos dentro, y se acabaron todos los males.

—¡Sin violencias, don Mariano, sin violencias!, que ya están las cosas bastante enredadas para que las enredemos todavía más.

—Usted perdone, don Gregorio, pero le digo yo que esto acabará ¡como el Rosario de la Aurora!

—Dios nos ayude, y nos libre del mal, amén.

Concluyó don Gregorio, sin mostrarse demasiado severo por las exaltadas opiniones del ex alcalde. Pero parecía como si el santo más amoroso del calendario trajera la tregua y la concordia a las tensiones que se iban acumulando en el pueblo, y ya las vísperas, unos y otros, enfrentados y amigos, se ponían manos a la obra para engalanar las calles, los arquillos y las fuentes con arcos formados por frescas ramas de chopo entrelazadas, rosas de junio, de tantos colores como el arco iris, menudas rosas de Jericó, madreselvas, flores del romero, de albahaca y de esparraguera, y alguna maceta de geranios rojos y ásperos. Las muchachas ya andaban engalanadas y canturreaban la no por archiconocida menos alegre y festiva copla sanjuanera:




«Las mañanas de San Juan cuando te jaleabas,

con tus zapatitos blancos y la media calada.»




Eran arcos de bienvenida al productivo verano; homenajes al sol que madura las cosechas; cantos a la culminación de la naturaleza. Pórticos para la pasión y la sensualidad de la noche mágica de San Juan, engalanados de fuego y exultantes ellos de optimismo juvenil y fuerza viril, y sobrecogidas ellas por el drama de la vida a la que lleva el sentimiento inevitable del amor. De manera que todos dimos una tregua al pesimismo y nos dispusimos a gozar la fiesta religiosa más pagana del calendario eclesiástico español y del mundo entero, supongo yo. Inés nos soltó un discursillo de despedida, animándonos para la fiesta:

—¡Ea, se acabaron los deberes y las obligaciones, ahora a bailar como un trompo hasta que se acabe el vino y el aguardiente! Y a ti, Andrés, te quiero ver más limpio y aseado que un San Luís, con los calzones limpios y sin remiendos, que algunos tendrás que guardes para las fiestas. Y a vosotras, que San Antonio reparta suerte, y si tanto porfiáis, que se os arrime un buen mozo con sanas intenciones, que de eso aquí no se aprende y cada cual tiene que saberlo por ella misma. Y a la que dejen cardos en el balcón, que no se amohíne que no son sino bromas de muchachos despechados, que cuantos más cardos borriqueros os dejan más os quieren.

Fue aquel sin duda un breve pero soberbio discurso que nos dispuso el ánimo para la fiesta. Inés había alcanzado tal grado de seguridad en ella misma que, a pesar de su edad, cualquiera hubiera dicho de ella que tenía siquiera un par de carreras de letras y alguna de ciencias sin usar para una eventualidad.

Al medio día empezaron los festejos con una misa sin sermón, casi de compromiso, porque no podía haber santo sin responso. En la plaza se había levantado el arco del Ayuntamiento, que por ser oficial estaba coronado por una bandera tricolor y una ilustración de una matrona republicana, con su gorro frisio, sus generosos y abundantes senos, además de cumplidas caderas, que escandalizó a las viejas, pero no desagradaba a los jóvenes, a juzgar por sus jocosos comentarios: «Si la República fuera tamaña hembra, no le faltarían pretendientes», o «Con ese par de... ¡tú ya me entiendes!, no faltaría de comer al pueblo».

La dulzaina, posiblemente el instrumento musical más pequeño y escandaloso del mundo, empezó a entonar las primeras jotas castellanas, acompañada del repique alegre del tamboril, y para la ocasión el nuevo alcalde había hecho traer un acordeonista de Guadalajara, con lo que la orquesta quedó completa y con varios estilos. Así, el acordeonista tocaba piezas de moda y algún que otro pasodoble, mientras que el dulzainero, como había hechos cada año desde que yo tuviera uso de razón, seguía con su repertorio local, compuesto de una docena de jotas, no por conocidas menos alegres y solicitadas. Yo no era mal bailarín, aunque algo tímido, pero Inés, como no podía ser de otro modo, pues no había cosa que no hiciera a conciencia y con temperamento, era una consumada bailarina. Lo mismo le daba un baile del montón que bien coordinado; lo mismo el del bastón que el del pañuelo; igual se movía con gracia en pareja que en corro o por grupos. Cuando nos juntábamos porque los pasos lo requería, me sujetaba la mano con fuerza, me regalaba una sonrisa generosa y pasaba como una ráfaga de viento cálido y sensual, perfumado de aroma de albahacas y tomillo.

Cansados y satisfechos de tanta sensualidad, terminábamos postrados, más que sentados, en el poyato de piedra de la fuente refrescándonos la frente con agua fresca del caño, que era como si nos pasara la mano un santo, porque de nuevo nos devolvía las ansias de vivir y sin apenas descanso, volvíamos de nuevo al baile.

—¡La vida debería ser siempre como un baile de San Juan! — comentaba Inés chapoteando el agua en sus mejillas ardientes—. Y después de la fiesta, irse a dormir y ya no despertarse más, para que la alegría de la fiesta durase eternamente…

No me gustó el comentario, pero estaba de acuerdo en que era un desaprovecho que hubiera días en que no hubiera fiestas. Inés estaba alegre y triste a la vez; jovial y pensativa; ausente y provocadora. De pronto, me miró fijamente a los ojos, tan intensamente que parecía estar sujeto por dos cadenas a los suyos.

—¿Tú me quieres, no es verdad, Andrés? Quiero decir, con cariño de hombre y no sólo de amigo... —me preguntó de improviso, sin dejarme respiro para prepararme siquiera para una respuesta medianamente razonada.

No supe qué responder porque la pregunta era demasiado directa para que mi lento cerebro, agobiado por el calor y los efectos del aguardiente, fuera capaz de dar con la respuesta más conveniente. En realidad no sabía si la quería con el sentido que ella lo decía o si realmente no era más que un encariñamiento infantil, de juegos y rechufas, tal y como había sido hasta ese mismo día. Pero así, de pronto, contestarle si estaba enamorado de ella, no cabía ni siquiera la posibilidad de que pudiera concebirlo, cuando menos darle una respuesta. Me senté como cansino en el borde del pilón, hice un amago de responder algo que no sabía qué podría ser, pero ella me interrumpió al ver mi creciente embarazo.

—¡Calla, no digas nada, no vayas a estropearme la fiesta! ¡Ea, vamos otra vez al baile que bastante andan las lenguas hablando de nosotros como para que nos vean tan juntos, y con cara de tortolitos enamorados!

Se levantó y me dejó con un «¡Claro, mujer!» en la boca, que a lo mejor no hubiera sido de su agrado, por sonar a compromiso. Pero Inés me hizo aquella pregunta el día en que su intuición le dijo que había llegado el momento de hacerla. Sin embargo, se dio cuenta a tiempo de que aquel no era el momento, sino que para esas cosas estaba precisamente, en el pueblo y en el mundo entero, la mágica noche de San Juan. Pero entonces la pregunta debía hacérsela yo y no ella. Prosiguió la fiesta, pero yo ya estaba ausente, porque mi mente ya no estaba en el pueblo, sino en algún recóndito lugar de mis sentimientos. Yo también me di cuenta de que había llegado el momento de preguntarme a mí mismo si estaba realmente enamorado de Inés. Era una de esas preguntas que te envejecen; que acaban con los restos de tu infancia, que te urgen a poner orden en tus emociones y alarmantes nuevas pasiones. En apenas unas horas tenía que reconocer lo que había en mí de hombre, recién estrenado, con todas sus partes incluidas las más inquietante y perturbadora, como era el sexo. Si la respuesta era que sí y si la suya no me contrariaba, era como un desgarro interno; un pasar de la niebla infantil al abismo adulto.

Era abrir la puerta del deseo con la posibilidad de que pudiera ser satisfecho, porque el amor correspondido no tenía límites ni barreras; era perderse en un mundo nuevo lleno de peligros, misterios de la naturaleza con sabor a sangre; con desgarros, gritos y dolores que a veces terminaban en muerte. Tal vez exageraba, pero el cuerpo me temblaba de los pies a la cabeza cada vez que creía escuchar de labios de Inés, «¡Sí, yo también te quiero!», porque no sabía lo que vendría después.

Aquello ya no era un juego ni pertenecía al mundo conocido, sino al desconocido y, con franqueza, tengo que reconocer que aquella noche, tan dulce y amarga a la vez, estaba aterrorizado de lo que pudiera suceder. Inés se dio cuenta de mi nerviosismo porque más de una vez la pisé durante el baile, y fui a parar a donde no debía en más de una vuelta de las jotas, en las que nunca había cometido el mínimo fallo. Pero lejos de inquietarla, parecía comprender la causa de mi perturbación y estaba secretamente complacida. Me lanzaba miradas llenas de misterio e interrogación, como si me estuviera preguntando cómo andaban mis sentimientos: si estaba ya a punto o necesitaba algo más de tiempo.

Al anochecer, el alguacil encendió la hoguera oficial, la que estaba en el centro de la plaza del Ayuntamiento, y los chiquillos armaron una algarabía del demonio, tirando petardos correfuegos, que al explotar saltaban y se metía entre las sayas de las muchachas, quemando a más de una las enaguas. Inés se retiró asustada a un extremo de la plaza, que por la hora empezaba a quedar en la penumbra. Yo la acompañé y no subimos a un balcón para ver las llamaradas de la hoguera y el chisporretear de los petardos como hechizados. Lenguas doradas iluminaban a intervalos sus mejillas, pero ella no miraba la hoguera sino a mí, como si me preguntara si tenía ya la respuesta. Debió comprender que la tenía porque me propuso algo desconcertante:

—¡Ven, Andrés, vamos al río que esto es un sofoco!

Un baño a la luz de la luna

Apenas podía seguirla y tropezaba con todo lo que se cruzaba en el camino. Y eso que la noche era clara y la luna, en su cuarto menguante, brillaba con su luz mortecina dejando una suave patina plateada sobre los trigales, y haciendo que las menudas hojas de las encinas relucieran como si fueran cuentas de collares. El siempre lejano cuco lanzaba su monótono canto desde algún lugar en la frondosidad de las choperas y los ruiseñores competían en sus trinos de un lado a otro de la ribera del Henares, reclamando su reinado y provocando la atención de las calladas hembras. Al fondo del valle eran visibles las crestas de los cerros, que daban a frondosos pinares, donde moraban a sus anchas el taciturno jabalí y el asustadizo corzo.

—¡Corre, Andrés, no nos vayan a ver juntos camino del río, que es lo que nos faltaba!

Yo no contestaba porque estaba pendiente de los altibajos del camino, pero Inés me tomó por la mano y prácticamente me arrastró sendero abajo, hasta que llegamos a un pradillo que bordea el río. Bajamos todavía por un angosto sendero, abierto entre frondosas hierbas y carrizos, y que Inés debía conocer perfectamente o de otro modo nos hubiéramos caído de bruces en el río. Atravesamos una chopera, espantando a unas lechuzas y otros pájaros que dormitaban en ella, y tuvimos que sortear todavía un tupido zarzal florido, hasta que, por fin, llegamos a un pequeño recodo del río, donde había una poza de agua remansada, bordeada por un pequeño prado, acorralado de altas choperas, que dejan en el medio un círculo por donde, como si fuera la cúpula de una iglesia, aparecía el cielo estrellado en toda su solemnidad y grandeza. Inés se dejó caer acalorada y sudorosa sobre la hierba, pasó los brazos por detrás de la nuca, y mirando fijamente el cielo, exclamó.

—¡Bendito sea Dios, que ha hecho las estrellas del cielo!

La observación casi me sobrecogió por lo inesperada en Inés, que no parecía ser precisamente una gran devota, pero la visión de aquel pequeño trozo de cielo, como si hubiera sido bordado por algunas manos sobrenaturales con millones de lentejuelas, algunas chispeantes, realmente hacía creer que Dios necesariamente debía de existir, y no estaría muy lejos de aquel sobrecogedor lugar.

Me senté a su lado dejándome sugestionar por aquella visión y el conjunto misterioso del lugar, y confieso que temeroso de las sombras impenetrables que se abrían tras los zarzales y las choperas, pues nunca he sido muy valiente para la oscuridad. Por el contrario, Inés parecía despreocupada y segura de la quietud y soledad del lugar.

—¡Ea, Andrés, di algo y no te quedes callado como si no tuvieras espíritu! —me estrechó la mano y se volvió hacia mí sobresaltada—. ¡Pero si estás temblando! ¿Es que tienes frío o qué?

—No Inés, pero es que estoy nervioso… porque…

—¡Me tienes miedo! —me interrumpió.

—¡No!, ¿cómo va a ser eso? ¡Pero es que no sé si estamos haciendo lo que debemos!

—¿Y qué estamos haciendo? ¿Es algo malo corretear por el campo y mirar las estrellas?

De pronto me di cuenta de lo ridículo de mi comportamiento y otra vez el desgarro de la edad y la voz de la naturaleza que exige lo que le corresponde y reniega del pasado y de la inocencia; de los pantalones cortos, las caricias maternas, la condescendencia de la familia, los sencillos regalos de los Reyes Magos, los dulces y las golosinas, el vapor de aquella ensoñación que de pronto, se revela y manifiesta en la parte del cuerpo más ignorada, la más censurada y amonestada. Y me di cuenta que ésa debía ser una clara señal de que me había hecho un hombre. Súbitamente perdí el temor a la oscuridad, me tendí junto a Inés y la contemplé por primera vez como lo que realmente era, una mujer. Sin saber cómo ni por qué, y sin la mínima experiencia, la besé en los labios. Inés comprendió lo que me estaba sucediendo y no hizo nada, pero estaba vez no era yo el que temblaba sino ella. Había recuperado, como por obra de magia, la seguridad en mí mismo y la convicción de que sin duda estaba enamorado de ella, pero, sobre todo, que la deseaba como mujer y con urgencia.

Pasaron unos instantes angustiosos mientras mis labios no se podían separar de los suyos. Inés permanecía callada con los ojos cerrados, como si mi beso paralizara su voluntad y no pudiera moverse. Pero, de pronto, reaccionó, abrió los ojos como si despertara de un largo y mágico sueño, y fuera la princesa encantada del cuento de la bella durmiente. Se zafó de mi abrazo con delicadeza pero con decisión y, después de contemplarme unos instantes con gesto complaciente, como si hubiera conseguido su gran triunfo esperado desde la infancia, se sentía de nuevo Inés Valiente, pero la mujer y no la niña.

—¡Vamos a bañarnos, que este sofoco no hay quien lo aguante!

La idea me pareció divertida pero insensata, porque así sin más no podíamos meternos en el agua.

Inés no esperó mi respuesta y empezó la complicada tarea de despojarse de sus ropas festivas.

—¡No seas loca Inés, que nos puede ver alguien! ¿No irás a quedarte en cueros en medio del campo?

—¡Como no sean los búhos! ¿Crees que hay dos chiflados más como nosotros dos en todo el pueblo? ¡Ea, no seas vergonzoso y desnúdate!, ¿no te iras a bañar vestido? —ya no sentía vergüenza alguna a desnudarme ante Inés, pero tenía cierto pudor por mostrar mi excitación—. Si te apura que te vea desnudo, ya puedes imaginarte que viviendo con tres hermanos mayores sé muy bien cómo son los hombres. ¡Anda, y déjate de vergüenzas, que lo que necesitamos es un baño en agua bien fresquita para no cometer un disparate!

Comprendí la indirecta y me desnudé delante de ella mostrando ya sin pudor mi excitación que, por otro lado, la penumbra de la noche disimulaba convenientemente.

Resbalé en el lodo de la orilla y caí de bruces en el agua, lo que provocó una sonora carcajada en Inés, que reprimió tapándose apresuradamente la boca con la mano. El agua estaba helada, pero resultaba casi balsámica. Pasada la primera impresión mi cuerpo se hizo al frescor y, como era de esperar, hizo su efecto en mi excitación. Concentrado en mis desventuras no había prestado atención al cuerpo desnudo de Inés, que con más precaución y tino se deslizaba en las remansadas aguas, hasta sentarse sobre el fondo arenoso y cubrirla hasta los hombros. Chapoteamos unos instantes como dos niños en un barreño y no parecíamos darnos cuenta de que estábamos en medio del campo, desnudos y enamorados, poniendo a prueba toda nuestra capacidad para salir airosos de aquella primera difícil prueba de nuestra recién estrenada madurez.

—Ahora debería contestar a tu pregunta de la fuente —le dije sentándome yo también sobre el fondo arenoso del río.

—¡Calla, tonto, que hablan más claro los besos que las palabras!

¿Pues que más quieres decir que no me hayas dicho ya? Para mí es suficiente, pero si te complace, pues dime lo que sientas, que no estará de más.

—No, si la verdad es que me cuesta decírtelo, no por no sentirlo, sino precisamente por sentirlo, pero es que es una cosa tan nueva que...

—¿Decir el qué? —me interrumpió Inés, que ya empezaba a impacientarse por mi cortedad y nerviosismo.

Yo solté lo que tenía que decir de corrido y sin pensar muy bien en cómo lo decía.

—¡Pues eso, que... que te quiero; que te amo, mujer!

—¡Valiente manera de declararse a una muchacha: tiritando de frío y tartamudeando! Anda, déjalo ya, que por esta noche ya hemos tenido bastantes emociones, y volvamos al pueblo ¡que ya nos estarán echando de menos las alcahuetas!

A partir de ese momento mis relaciones con Inés empezaron a tener cierto aire de familiaridad. Ayudé a secarla y ella hizo lo mismo conmigo y aun intercambiamos varios besos furtivos, pero ambos sabíamos que aquello tenía que terminar de aquella manera. De pronto Inés me preguntó:

—Entonces, Andrés, ¿ya somos novios?

—¡Claro, mujer!

No dijo más, y emprendimos decididos el regreso al pueblo.

Todavía brillaba el resplandor de la hoguera en la plaza cuando pudimos entrar en el pueblo sin ser vistos, cada uno por un sitio distinto para que no sospechara nadie de nuestras relaciones, lo que era una ingenuidad, porque los dos estábamos ya en boca de todos.

Al entrar por una calleja, vi a un grupo de mozos que se acercaban junto a la casa de Inés y a gritos, y con voz de borrachos, empezaron a cantar la copla con la clara intención de que fuera escuchada por todo el que viviera en la calleja. Yo no pude evitar mi indignación. Furioso y sin ser consciente de mis limitaciones, me dirigí a ellos y les grité, como si con ello ya creyera poder intimidarlos:

—¡A ver quién se atreve a cantar esa copla en mi presencia! Los muchachos se sorprendieron y parecieron algo corridos, pero bajo los efectos del alcohol, que sin duda no les permitían coordinar sus emociones, el más grande de todos siguió cantando, o mejor, balbuceando la copla.

Entonces yo me abalancé sobre él, agité el puño como si fuera una guadaña y quisiera rebanarle el cuello, pero antes de que mi puño alcanzara su objetivo sentí un duro golpe en la nariz, un resplandor y caí al suelo medio atontado, perdiendo por unos instantes el conocimiento. Sólo escuché, como entre sueños, al mocetón que me había pegado farfullar algunas frases y alejarse.

—¡Si será so gili, el tío!

—Anda, déjalo ya, que tendrá quién le cure del mamporro —comentaron los otros al ver llegar a Inés, alarmada por mi lamentable estado.

Cuando recobré completamente el conocimiento tenía mi cabeza sujeta por los brazos de Inés, que había contemplado la escena pero no tuvo ni tiempo de prevenirme, lanzado como fui contra el mozo grandullón. Me limpiaba la sangre que brotaba en abundancia de mi dolorida nariz, y con una expresión entre burlona y compasiva, comentó:

—¡Pobre Andrés, bien te han marcado en tu primera noche de noviazgo.


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