13. La despedida


Todavía estaba el pueblo revuelto por los sucesos del día anterior y al verme pasar la gente se sorprendía de que no estuviera preso o en el calabozo. A pesar de su curiosidad, que les modificaba, no se atrevían a preguntarme la razón y se limitaban a saludarme con más expresividad y aspavientos que de costumbre:

—¡Con Dios, Andresito, me alegro de verte con bien!

Me saludaban intentando sonsacarme algo sin atreverse a preguntar, pero yo no replicaba y me limitaba a devolverles el saludo, consciente de dejarlos rabiando por no seguir la conversación.

No sabía si dirigirme directamente a la casa de Inés o pasar antes por la Casa del Pueblo, para saber por su hermano mayor cómo estaban las cosas en su casa. Opté por esta segunda alternativa, pero el local estaba cerrado. Bajé por el sendero del río para ver si estaba por las huertas, pero tampoco estaba. Ni siquiera se encontraban allí otros miembros de su familia, como solía ser habitual por aquellas fechas en que todavía quedaban verduras y legumbres por recoger. Indeciso, continué hasta el río, bajé por el sendero que lleva al recodo y al llegar escuché en canturreo de algunas mozas, que seguramente estaban lavando ropa en aquella parte del río. Pensé que tal vez Inés podía estar también en el grupo y llegué por entre los zarzales hasta el pradillo que tan dolorosos recuerdos me traía en aquella ocasión. Al verme, el grupo de muchachas que lavaban ropa se sobresaltaron, como si fuera yo un aparecido, porque estarían tan sorprendidas como el resto del pueblo de verme libre después de que me llevaran detenido a Sigüenza. Pero Inés no estaba en el grupo.

—¡No os asustéis, que no soy un fantasma!

—¡Pero, Andrés!, ¿no estabas preso en Sigüenza por lo del hijo de don Román?

—Lo estaba, pero ya no lo estoy, ¿o no lo veis? ¡Vaya ocurrencia de pregunta! ¿Y la Inés, no está con vosotras?

—Ahí la tienes, tendiendo ropa, que se alegrará de verte libre, porque estaba mustia como si fuera a morirse. ¡Es que, hijo, entre lo tuyo y lo de sus hermanos, vaya disgustos que se está llevando la pobre Inés!

Sentí que la sangre me subía a la cabeza y me temblaban las piernas hasta casi doblarse, porque no contaba encontrarme con ella tan de improviso y en aquel lugar, pero Inés apareció cargando una cesta vacía sobre la cadera. Al verme, dejó caer la cesta y por pudor hacia las otras muchachas que contemplaban la escena no sabía cómo reaccionar, pero creo que se hubiera abrazado a mí de haber estado solos.

—¡Andrés, gracias al cielo que te veo!

—¡Pues aquí estoy, que salí libre al tiempo que tu hermano, pero a mí ni me tocaron!

—Ya lo sabía, pero al no verte… que sé yo, he llegado a pensar tantas cosas malas… ¡Si es que no nos pueden venir más desgracias juntas! Ven, vamos a otro sitio, pero no me cuentes nada de lo ocurrido que bastante he tenido ya en casa… ¡Estoy tan contenta de verte con bien y libre!

¿Cómo podía, en esas circunstancias, contarle a Inés la razón por la que estaba libre? ¿Cómo añadir más dolor al que ya padecía? Y si no lo hacía, ¿cómo darle falsas esperanzas y esperar a que lo supusiera por otros, que es lo que más temía? ¡No había más remedio que terminar cuanto antes con aquella dolorosa situación y que fuera lo que Dios quisiera! Yo no era culpable de lo que estaba pasando, bien sabía Dios que amaba a esa muchacha y por mi voluntad nunca hubiera aceptado renunciar a ella para servirle a Él. Me sentí cruel y despiadado, pues pensé que ningún ser humano con sentimientos nobles y buenos sería capaz de faltar a la palabra de compromiso dada a una mujer, pero algo me dijo que tenía que hacerlo y cuanto antes mejor.

—¡Inés, espera, no te hagas ilusiones!… —se quedó como petrificada y me miró como si fuera un perrillo a quien estuvieran apaleando y, sin embargo, seguía sintiendo aprecio por quien le pegaba, y esperó a que me explicara, como si de ello dependiera su vida—. ¡No es fácil lo que tengo que decirte!... Bien sabe Dios, y él debe saberlo mejor que nadie, que no es mi deseo… pero lo nuestro no puede seguir…

—¿Por qué, Andrés? —se atrevió a preguntar casi al borde del llanto.

—Pues, porque… ¡maldita sea, porque me meten a cura!

Inés se llevó las manos a la boca con gesto de asombro. Quedó unos instante inmóvil mirándome como si yo me hubiera trasfigurado en un demonio, porque en lugar de hacerlo con la ternura de hacía unos instantes, ahora lo hacía con rabia contenida, que fue creciendo hasta que, de pronto, se arrancó la medalla que le regalara por su cumpleaños y me la arrojó a la cara. No sentí el dolor del pequeño metal golpear contra mi frente, sino la frase de odio inesperado que me dirigió al hacerlo:

—¡Toma tu virgen y cásate con ella!

Se volvió airada, recogió el cesto de la ropa y se dirigió al grupo de las asombradas muchachas que habían contemplado toda la escena conteniendo hasta la respiración.

—¡Ea!, ¿qué miráis con tanto asombro? Cuando un hombre falta a la palabra dada a una mujer no es un hombre y no vale la pena pensar más en él, que mozos sobran en el pueblo, y con hombría, ¡no como él! ¡Ya debía tenerlo previsto cuando me regalo la medalla, que de sobra sabe que no creo en esas zarandajas!

Las muchachas, abrumadas y asustadas, no se atrevieron a rechistar. Yo estaba profundamente avergonzado, pero sobre todo desconcertado por la violenta reacción de Inés. Esperaba que hubiéramos podido conversar y le hubiera explicado que permanecería en el seminario el tiempo necesario hasta que pudiera librarme de la tutela de mi padre. Después lo dejaría para casarme con ella, si eso era lo que deseaba, pero no me dio la oportunidad. Profundamente apenado, recogí la medalla del suelo, la contemplé unos instantes preguntándome por qué no elegí la pulsera, como me sugirió la gitana, pero no encontré la respuesta. Convencido de que no valía la pena explicarme y que ni siquiera me escucharía, dejé a Inés con las otras muchachas y regresé al pueblo, con la dolorosa sensación de que había perdido todo cuanto me ataba ya a aquel lugar. A partir de ese instante podían hacer de mí lo que mejor les pareciera, carecía ya de interés por la vida y no tenía voluntad.

El siguiente domingo, como estaba previsto, tenía mis cosas dentro de una vieja maleta de cartón, asegurada con una cuerda de esparto y esperaba en la puerta de la casa la llegada de don Gregorio, con quien ingresaría ese mismo día en el seminario de Sigüenza. No sentía nada especial, ni pena ni alegría. Seguía con la vista los grupos de cuervos revolotear sobre las copas de los altos álamos de la ribera del Henares, hasta posarse en sus ya descarnadas ramas. Entonces recordé aquellos versos de Machado que Inés nos había leído en la Casa del Pueblo y al repasarlos en mi mente me di cuenta de que una lágrima incontrolada resbalaba por mi mejilla. Después llegó el cura, me restregué la lágrima furtiva con el dorso de la manga de la chaqueta, cargué con la maleta sobre el hombro y emprendimos el camino hacia lo que sería mi nuevo destino. Atrás quedaba la única época feliz de mi vida y, por esa razón, la he contado tal y como fue, porque lo que vendría después no fue sino odio desbocado, violencia y muerte fraticida.



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