2. Las elecciones municipales

Las elecciones municipales El domingo 12 de abril de aquel año el día amaneció fresco y húmedo. Las primeras lluvias de abril habían tardado en llegar, pero ahora que por fin habían llegado para bendición de los campos, no parecían dispuestas a marchar. El suelo de la plaza Mayor estaba encharcado y el empedrado resbaladizo. Algunos perros famélicos deambulaban empapados hasta los huesos, fáciles de ver por ambos costados. Acababan de sonar la siete en el desvencijado reloj del Ayuntamiento y ya se notaba movimiento de gente por las callejuelas. Para mí era un día cualquiera y tendría que llevar las ovejas al monte, pero por ser domingo no madrugaba como un día normal.

Mi padre gracias a Dios respetaba el domingo, y como si viviera mi madre, acudía a misa de doce después de afeitarse. A su modo se vestía de domingo, con su gastado traje de casado, la faja nueva y una camisola blanca de cuello postizo pero sin cuello, que llevaba sólo las horas que mediaban entre la misa, el chato de vino que tomaba en la taberna con una o dos sardinas arenques, y alguna rara vez se entretenía conversando con alguna de nuestras tías sobre lo único para lo que parecía tener tema de conversación, el tiempo y las cosechas. A duras penas éramos capaces de sembrar y cosechar un par de fanegas de cereal en unas tierras cercanas al río, que hubieran rendido mucho más si tuviéramos más brazos que emplear. Gracias a mis tías y sus maridos, podíamos recoger la cosecha, trillar el grano y guardar algo de forraje para el ganado. Sólo en este último año yo fui capaz de mantener firme el arado, porque mi padre ya era incapaz de hacerlo. Una parte de la cosecha era para mis tías, por su ayuda, la otra para nosotros, con lo que al menos pan no nos faltaba, y si quedaba algo, lo vendíamos a los comerciantes mayoristas de Sigüenza.

El huerto era una labor exclusiva de mi padre. Lo trabajaba en silencio, pero era como si estuviera hablando con las lechugas y las coliflores. Doblado como la rama de un sauce, casi tocaba las plantas con la cabeza. Cavaba y cavaba, aunque no hiciera falta. Mimaba los plantones de tomates como si fueran hijos suyos. Encañaba las judías con arte haciendo auténticas filigranas. No había en el huerto más hierbas que las que producían algo comestible ni más bichos que los inofensivos. El escarabajo de la patata lo retiraba uno por uno y los mataba con detenimiento y a conciencia, chafándolos minuciosamente para que no quedara ni rastro de ellos, no fuera que se volviera a reproducir. Teníamos un frondoso parral de uvas negras, jugosas y dulces, pero también los pájaros eran de la misma opinión, y las picoteaban hasta dejar los racimos en los cascajos. Cuando las uvas empezaban a madurar, mi padre pasaba horas sentado en un poyato, espantando los pájaros tirando de una cuerda atada al parral, que agitaba unos trapos de colores y espantaban a los mirlos y a las grajillas, los mayores ladrones de la naturaleza. Nuestra austera dieta vegetal se completaba con un peral viejo, que un año sí y otro no, daba abundantes peras, que no alcanzaban a madurar hasta bien entrado el otoño, y dos ciruelos claudios que con regularidad y abundancia daban cada año sus frutos de ciruelas, suficientes para toda la familia, y aún vendíamos alguna canasta en el mercado de Sigüenza, lo mismo que las uvas, si los pájaros las respetaban. Como decía, aquel domingo a esa temprana hora de la mañana no había ya ningún campesino que no estuviera despierto, afeitado y vestido con lo mejor de su escaso vestuario y listo para ir a votar.

Los herm anos Valiente liaban cigarrillos sentados en el poyato de su casa y hablaban animadamente entre ellos. Parecía vivir aquel día como si el país entero estuviera pendiente de sus votos. El padre, un hombre taciturno y de mal carácter, no estaba con ellos y era probable que no fuera a votar. Era un hombre débil, sin voluntad, aficionado al juego y a la bebida. Parece como si la naturaleza se regocijara en dar padres débiles a hijos fuerte; hijos perversos a padres virtuosos; o hijos perezosos a padres laboriosos. El caso era que los hermanos Valiente tenía que salir al paso un día sí y otro también de las trifulcas y peleas en las que el padre se veía envuelto por causa del alcohol y del juego.

De no haber sido por la habilidad de la madre para esconder escrituras y las pocas cosas de valor que poseían, ya se hubiera jugado las tierras y hasta la casa con el ganado.

La madre de los hermanos Valiente era una mujer menuda e insignificante, que no hacía pensar que de sus entrañas hubieran nacido aquellos tres vástagos, hombretones fuertes y con temple, e Inés, una muchacha, no muy corpulenta, más bien menuda, pero que con tan sólo catorce años tenía ya el cuerpo de una mujer madura, los cabellos morenos, rizados y abundantes, las mejillas sonrosadas y saludables, algo moteada de pecas, que parecían desaparecer con la edad. Sin duda que la naturaleza encierra sus misterios que son difícil de desentrañar.

Yo no era un chiquillo pero tampoco podía decirse que hubiera dejado completamente de jugar, así es que cuando llegaba la ocasión me unía a otros chavales algo más jóvenes que yo para hacer alguna que otra diablura. Ese día los críos, atraídos por el incesante parloteo electoral, intercalando canciones de partido y otras más conocidas y populares, también habían madrugado y se arremolinaban alrededor del coche del partido de los monárquicos, de donde salía todo aquel jolgorio amplificado por el altavoz que pendía del balcón del Ayuntamiento.

Sobre las ocho llegó al pueblo un grupo de hombres, algunos bien trajeados, que a lomos de una mula traían una caja de cristal que debía ser la urna para las elecciones y los paquetes de las papeletas. En la puerta del Ayuntamiento esperaban varios del pueblo, que habían sido elegidos como comisarios de la mesa electoral, y al llegar las mulas observaron la urna como si trataran de comprender como funcionaba, pero no se atrevían a tocarla. Preguntaron si tenía su precinto y los hombres les dijeron que todo era legal, que no tenían por qué preocuparse. En otra alforja traían paquetes de papeletas bien empaquetadas. También los del pueblo preguntaron si habría bastantes para todos, a lo que los hombres volvieron a insistir que todo era legal y que habría para todos.

Descargaron todo el material electoral sin que los presentes perdieran detalle de ninguno de los movimientos, como si desconfiaran de los recién llegados. Los niños molestaban las operaciones, empujándose unos a otros, pidiendo aguinaldos, como si se tratara de un bautizo. Uno de los hombres, tal vez para quitárselos de encima, les tiró unas monedas, lo que sin duda fue un grave error, porque por arte de magia aparecieron todavía más niños en la plaza cuando corrió la voz de que aquellos hombres venía a repartir dinero entre los del pueblo y que en eso consistían las elecciones.

A las nueve menos cinco, de los casi trescientos votantes que había en el pueblo, al menos una veintena ya habían formado una improvisada cola ante la puerta, sin que por el momento hubiera aglomeraciones. Se pasaban la petaca de la picadura de tabaco los unos a los otros, por turnos, según se les consumía el cigarro, era de uno o de otro, y siempre volvía por las mismas manos a su dueño original, mientras cada uno sacaba su papel de fumar de su propio librillo, mientras comentaban su parecer sobre aquellas elecciones. «Ya ni me acuerdo la última vez que votamos, que fue pa’l año 22 ó el 23, me parece». «¡Bien poco duró la alegría! A ver esta vez en qué queda la fiesta». «Aquí repite don Mariano, que no hacía falta ni elecciones para saberlo. Pero por ahí, vete tú a saber. Si salen los republicanos nos quedamos sin rey». «Pa’mí que será una desgracia». «¡Quia!, si da igual que estén los unos como los otros. ¡Pa’l campo siempre habrá miseria!».

Eran comentarios sin discrepancia, como si realmente les diera igual el resultado de las elecciones. Sólo algunos parecían realmente interesados en que ganaran unos u otros, pero tampoco mostraban gran decisión a la hora de defender sus posiciones. Realmente el campesino castellano había perdido el interés por la política, o tal vez no la había tenido nunca.

Cuando sonaron las nueve en el reloj del Ayuntamiento, hora oficial para dar comienzo a las elecciones, se produjo un murmullo general en la improvisada cola. Los votantes escupían los cigarrillos como si estuviera prohibido fumar y votar al mismo tiempo, pero el alguacil no abrió la puerta del Ayuntamiento y la gente empezó a impacientarse. «¡A ver esos de ahí adentro, que ya es la hora, no vamos ya a tener pucherazo antes de empezar!». Gracias como ésas, acompañadas de carcajadas, ayudaban a serenar los ánimos. Quince minutos después la puerta seguía cerrada y por una de las ventanas el alguacil tuvo que dar explicaciones. «¡A ver si os creéis que hacer unas elecciones es cosa de coser y cantar, que hay su preparación. Un poco de pacencia que hay disconformidad de criterios y no se puede abrir hasta que no haya acuerdo!». En efecto, al parecer había disputas acerca la lista electoral. Algunos comisarios habían comprobado que sus vecinos, supuestamente empadronados, no figuraban en ella, pero la verdad es que muchos ni se habían molestado en registrarse en el padrón y no podrían votar.

Así es que volvió a salir la petaca de la picadura y pasar de unas manos a otras, al tiempo que la improvisada cola se agrandaba y ya se desbordaba por la calle Mayor en dirección a las eras. Como era natural los chavales seguían importunando con sus peticiones de aguinaldo, pero, a parte de aquel forastero despistado, a nadie se le ocurrió que aquello era una fiesta para tirar perras o caramelos.

Sobre las nueve y media por fin se abrieron de par en par las puertas del Ayuntamiento y dio comienzo la votación. El primero en votar fue recibido con toda clase reverencias por parte de los comisarios, como si aquel primer voto fuera en realidad el que contaba, por lo que debía ser para el candidato de su propio partido. Los chiquillos, yo entre ellos, nos colamos dentro del Ayuntamiento, como si creyéramos que era allí donde estaba el convite. De nada sirvió que el alguacil nos amenazara con su vara, porque seguimos allí importunando a los votantes. Si yo los seguía, a pesar de no ser ya un chaval, era sobre todo por la curiosidad de ver una elecciones «por dentro», porque me parecía algo importante y trascendental que no podía dejar de contemplar.

Los comisarios leía en voz alta los nombres, introducían la papeleta y corroboraban que fulano de tal había votado, volviéndola a cerrar con un gran sobre de estraza. Había muertos que fueron denunciados y muchos apellidos estaban mal escritos y no coincidían con la cedula de identificación personal, por lo que les impedían votar, salvo que hubiera unanimidad y fuera una persona muy conocida del pueblo. No fueron unas votaciones fáciles, y más de una vez tuvo que intervenir el alguacil amenazando a alguno de los descontentos con arrestarlo por desacato a la autoridad, porque las listas eran realmente un desastre. Pero, finalmente, al filo del medio día, dio por finalizado el escrutinio. El alguacil echó a los chiquillos a golpes de vara y cerró la puerta del Ayuntamiento para que diera comienzo el recuento.

Don Gregorio no dio comienzo la misma a las doce como era habitual, sino que la retrasó hasta que concluyeran las elecciones. Tenía ordenado al monaguillo más espabilado que se informara del resultado tan pronto como corriera algún rumor. Le interesaba conocerlo para saber cuál debía ser el tema y hasta el tono del sermón, no fuera a decir algo inconveniente según cuál fuera el candidato ganador. Daba por seguro que repetiría don Mariano, de Unión Monárquica, porque conocía bien a sus feligreses. En la taberna todos parecían ser de izquierdas pero a la hora de la verdad, no eran de unos ni de otros, sino de la costumbre. Es decir, sabía que votarían por la continuidad de lo que ya conocían.

Como no tenían derecho al voto en aquellas elecciones, la práctica totalidad de las mujeres ocupaban ya las bancadas de la izquierda. En las de la derecha sólo algunos hombres, los más madrugadores y abstemios, ya estaban en la iglesia, pero la gran mayoría se había desplazado a la taberna, para esperar allí los resultados, que no tardaría mucho en saberse.

Yo también me fui a la taberna, más por curiosidad que porque me interesara realmente quién iba a ser el nuevo alcalde. Los hermanos Valiente parecían preocupados, como si ya supieran de antemano que el resultado no sería el que ellos deseaban. Pasadas las doce y media el monaguillo encargado de llevar a don Gregorio noticias sobre los resultados, se acerco antes a la taberna, y desde la puerta, gritó a los parroquianos:

—¡180 votos contra 110. Ha ganado don Mariano!

Y se fue corriendo para la iglesia a informar a don Gregorio para que pudiera dar comienzo la misa.

En la taberna no hubo demasiada agitación por los resultados, porque en su mayoría ya los esperaban. Sólo los hermanos Valiente parecía realmente contrariados.

El campesino que se había enfrentado a los comunistas levantó la garrota, y haciendo un gesto con aire solemne, invitó a los parroquianos a una ronda a su cuenta.

—¡Pa que vean esos rojos que en los pueblos no queremos historias de’sas de colectismo ni zarandajas! Ha ganao quien tenía que ganar, porque es de sentido común. ¡Venga, Juliano, pon una ronda gratis a los presentes que la ocasión bien vale un dispendio!

Los hermanos Valiente rehusaron la invitación, y salieron de la taberna, pero el resto la aceptaron, y hasta brindaron a la salud del nuevo alcalde.

La misa empezó casi a la una pero la iglesia ya estaba repleta, como era habitual en domingo. Los hombres pasaron de la taberna a la iglesia, y al entrar, algo eufóricos por los efectos del vino, se santiguaban con verdaderos garabatos en el aire. Las mujeres los fulminaban con la mirada, recriminándoles su tardanza y su falta de respeto por llegar a misa de aquella manera. Yo entré con los hombres, pero sin perder la compostura y con el debido respeto al lugar. Inés, que estaba en la primera bancada, me dirigió una complaciente mirada, como dando a entender que estaba orgullosa de mi comportamiento, tan distinto del resto de los hombres. Luego se volvió hacia el altar y se arrodilló al escuchar el sonido de la campanilla del monaguillo que anunciaba el comienzo de la misa.

El sermón de don Gregorio fue de circunstancias, pero no podía ocultar su satisfacción que se hizo patente ya en el comienzo con su habitual «Queridísimos hermanos», como si aquel día fueran más queridos que el anterior.

Cuando se armó el revuelo fue a la salida de misa. Don Mariano, ya confirmado como vencedor, se presentó con sus colegas de partido a las puertas de la iglesia, y radiante de satisfacción, estrechaba las manos de sus paisanos agradeciéndoles su confianza.

—Esta noche, si el tiempo nos acompaña, habrá verbena en la plaza para celebrar el evento. Quedan todos invitados, que habrá vino y tortas para quien quiera acompañarnos.

El tiempo fue bueno; el vino corrió en abundancia y las bandejas de tortas de anís se agotaron rápidamente. Los dos músicos del pueblo, Jacinto y Tomasón, que solían animar todas las fiestas con una dulzaina y un tamboril, interpretaron varias jotas castellanas que animaron la improvisada fiesta y hacían volar los pies callosos de las viejas, como si volvieran a tener veinte años. Sólo los hermanos Valiente, que no obstante se acercaron también a la plaza, permanecían resignados y pensativos, y no parecían disfrutar de la fiesta. Inés, por solidaridad con sus hermanos, tampoco se animó a bailar, pero sus pies se movían en el empedrado al ritmo de la dulzaina, como si no tuviera dominio sobre ellos y se esforzara inútilmente en retenerlos.

Mientras el pueblo entero celebraba el triunfo de la costumbre, en España entera se gestaba ya el cambio político más trascendental de nuestra historia, y nosotros, infelices, sin enterarnos, porque el coche del partido monárquico, que gracias a su aparato de radio hubiera sido el único medio de saberlo, había vuelto a Sigüenza finalizadas las elecciones.


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