14. El ingreso

Creo que durante todo el camino don Gregorio y yo no intercambiamos más de dos o tres palabras, y todas sobre el tiempo o el estado del campo. Yo tuve que detenerme de tanto en tanto para cambiar de hombro la pesada maleta, pero el cura no aminoraba el paso. La realidad era que, lejos ya de la presencia de mi padre, se vio claro cuál había sido su interés por mí. Era como si le hubieran hecho un encargo de cuyo resultado no estaba muy satisfecho, y tenía prisa por deshacerse de mí y dar por cumplida su misión. Lo cierto era que mi ingreso en el seminario fue el fruto de una transacción económica, pues don Román hacía tiempo que andaba detrás de nuestras tierras, que lindaban con las suyas, y para convencer a mi padre no se les ocurrió mejor solución que incluirme a mí en el trato. Lo arreglaron todo para que una parte del importe de la venta fuera al obispado, para mis gastos, y la otra al asilo, donde no tardaría en ingresar mi pobre padre. Así es que todo estaba previsto de antemano, y no digo que don Gregorio no se llevase en esta transacción alguna comisión, porque, a juzgar por su súbito desinterés por mí, no me veía precisamente como un candidato a la beatificación.

Lo cierto era que en la España rural éramos legiones los seminaristas de conveniencia, que llegábamos a los seminarios tras alguna de estas vergonzosas transacciones, lo que no ayudaba a mejorar la reputación de lujuriosa y ávida de bienes que pesaba sobre la Iglesia católica de aquel tiempo en nuestro país.

Llegamos a Sigüenza cuando ya estaba la alameda casi desierta, que por ser domingo no haría mucho que debió terminar la acostumbrada verbena, con música de baile animada por la orquesta municipal. Sólo algunos mozos, algo achispados y vociferantes, andaban canturreando coplas mal entonadas y con un lenguaje tan soez que el cura me urgió a apresurar el paso, porque aquel no era el mejor ejemplo para un candidato a la castidad.

Al llegar a la gran puerta del seminario la encontramos cerrada. Don Gregorio dio un par de aldabonazos, temiendo sin duda que por la hora que era no pudieran hacerse cargo de mí y tuviera que volverme al pueblo sin poder formalizar mi ingreso. Chasqueó los labios, se agitó nervioso mientras miraba en dirección a las ventanas superiores, en las que no se veía ya resplandor alguno de luz eléctrica, pues sin duda los seminaristas ya se habrían recogido a sus dormitorios. Por fin se escuchó el crujir del cerrojo de la puerta, un golpe seco como si el batiente estuvieran atascado, y nos abrió el portero; un hombretón ya entrado en años, cubierto con un guardapolvos raído, de aspecto desaliñado, con unas gruesas gafas de concha reparadas con pegamento en una de las patillas. Iba tocado con una boina negra, calada hasta las orejas, con lo que su aspecto general era verdaderamente esperpéntico.

—¡Pase usted, don Gregorio, que ya me estaba quedando dormido pensando que no vendrían! ¿Es éste el mozo del tío Lafuente?

—¡El mismo! No, no entro, que ya es tarde. ¡Anda, acomódalo hoy como sea que mañana ya veremos qué se hace con él!

—¡Pasa, chico, ya as oído a don Gregorio! —y se apartó dejando libre la puerta que ocupaba completamente con su enorme corpulencia. Entré en el zaguán que se quedó totalmente a oscuras cuando el portero cerró, de un sonoro portazo, el batiente de la puerta. Aquel portazo lo sentí como si acabaran de poner la losa de mi sepultura, pues sólo faltan aquellas tinieblas para que la imagen fuera casi real.

—¡Espera que encienda, que yo no echo la luz porque ya me lo conozco al tiento!

Entramos en un largo pasillo, con grandes ventanales que daban a un patio, del que no se veía más que una farola al otro extremo, sobre la pared de otra construcción y el resplandor de otra, que debía de estar situada en el muro del pasillo. A pesar de la penumbra pude ver que se trataba de una simple explanada de tierra, con algún que otro banco de piedra, que seguramente serviría de patio de recreo para los seminaristas.

—Echa por aquí, chico, que ya as oído al cura; esta noche te acomodas en mi cuarto porque no vamos a molestar a nadie, que a estas horas están todos recogidos.

Entramos en lo que debía ser su modesta vivienda, cuya decoración se limitaba a una pequeña mesa de camilla arrimada a una de las ventanas que daban a la calle, cubierta con un tapete de hule, dos sillas con cojines deformados por el uso, un tosco crucifijo pero de tamaño considerable, alguna estampa religiosa sin enmarcar y un canapé de madera y enea, sobre el que reposaban don cojines bordados, uno con el Sagrado Corazón y el otro con la Paloma de la Trinidad.

—¡Acomódate aquí, que ya te traigo una manta! ¿Tienes hambre, chico?

Negué con un gesto de cabeza, porque lo único que deseaba era librarme ya de la pesada maleta y recostarme sobre aquel canapé, que por su tamaño me preguntaba dónde pondría las piernas. Salió el portero en busca de la manta y yo me acurruqué como puede en tan escaso lecho, con reparos de apoyar mi cabeza en un almohada tan sagrada, por lo que la cambié por la del Espíritu Santo. Cuando regresó el portero no hizo sino cubrirme con la manta, pero yo ya no me enteré, porque me había quedado dormido.

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