8. El cumpleaños de Inés






Inés cumplió 15 hermosas primaveras precisamente el 15 de Agosto, coincidiendo con la Virgen, por eso le compré la medalla, pero todavía no la había hecho bendecir, tal y como me recomendó la gitana. Lo que sucedía era que no veía en don Gregorio el talante y disposición adecuada para aquella importante labor. No me parecía un cura honrado, sino partidista y hasta mal intencionado. A mi entender, no miraba bien por los del pueblo, sino que estaba claramente del lado de los señoritos de Sigüenza. Por eso estuve esperando otra oportunidad, por si me encontraba con otro cura que me fuera más simpático.

No sucedió, por lo que tenía que entregarle la medalla aun sin haber sido bendecida. Se me ocurrió que podíamos bajar a las fiestas de Sigüenza, que coinciden con la Virgen y su patrón, San Roque, donde seguramente que no nos faltaría la oportunidad. Pero los hermanos Valiente creyeron conveniente, tal y como estaban las cosas, no bajar a Sigüenza y evitar posibles provocaciones.

Así es que dispusimos vernos otra vez en la poza del río, pero a plena luz del día, para bañarnos y pasar allí la tarde, junto con otros muchachos y muchachas del pueblo, para no levantar sospechas.

Bajamos unos cuantos chicos y chicas, pero una vez en la poza, la mayor parte decidieron marchar a Sigüenza, para disfrutar de sus fiestas y, finalmente, nos quedamos solos los dos, como la primera noche, con la extrañeza de los otros chicos y chicas que lo interpretaron como era de esperar.

—¡Si yo fuera tú, Inés, no me fiaría del Andrés, que tiene aires de curilla pero te come con la mirada!

—Que no mujer, que es más bueno que el pan! Es que mis hermanos me han prohibido bajar a Sigüenza, por si hay líos con los señoritos del Casino, que la tienen tomada con nosotros.

Inés se quedó desconsolada y triste, porque era el primer año que se perdía las fiestas de Sigüenza, que por ser las de agosto, eran sonadas y con mucho despilfarro de cohetes, verbenas, música en la alameda con la banda municipal en el templete, carreras de bicicletas, de sacos, cucañas en palos engrasados con una jamón para el ganador, y sin que faltaran las procesiones de San Roque, sobre todo la más concurrida de todas, que llamaban «Procesión del Rosario de los Faroles», que salía al atardecer de la catedral entre cánticos y rezos, y que con gran solemnidad recorría las calles de la ciudad, que parecían enmudecer para escuchar la letanía del rosario que se rezaba durante su recorrido. Para poner buen final y dejar a los críos sin aliento, estaban los fuegos de artificio de la última noche, con castillos de fuego en la alameda. Cuando los encendían, la alameda entera se veía envuelta en una nube de polvo y humo de los cohetes, con un intenso y agobiante olor a pólvora, mientras ríos de fuego blanco surgía a borbotones de los caños giratorios de los castillos, para terminar con una serie de estruendos atronadores que hacía temblar el suelo y provocaba el griterío de la canalla. Cuando callaban los fuegos, la gente parecía retomar el aliento y aplaudía entusiasmada.

No cabía un alfiler en la alameda durante esa semana grande de fiestas populares, y las muchachas, engalanadas con guirnaldas y toda clase de tocados, recorrían cogidas del brazo de arriba a bajo el paseo central, provocativas y alegres, como si se dieran licencia para hacer pequeñas maldades, pero que confesarían sin falta pasadas las festividades.

Eran fiestas de reunión familiar, y buena oportunidad para mostrar al pueblo los últimos adelantos en tenderetes a lo largo de la amplia avenida. En una plazoleta, al final del paseo, el mayor comerciante local y distribuidor en nuestra comarca de los primeros automóviles americanos que llegaban a España, exhibía sobre una tarima de madera un flamante coche para los más afortunados del pueblo, no más de media docena, incluidos el notario y el boticario, y que a duras penas podía mantener fuera del alcance de las travesuras de los chiquillos.

Yo intenté consolar a Inés como mejor pude:

—¡Otro año será, Inés, que esta situación no durará siempre! — y saqué mi pequeña medalla, envuelta en papel de cebolla, entregándosela a cambio de un beso de agradecimiento. Ella me lo dio sin esperar a abrir el pequeño paquete, pero cuando vio el contenido quedó algo desconcertada.

—¿Para mí? —preguntó extrañada— ¡Pero si yo no soy muy devota de nada, para serlo de la Virgen!

La gitana llevaba razón y el regalo no fue muy acertado. Pero Inés no quiso herir mis sentimientos y se lo colgó sin demasiado entusiasmo. Además, era evidente que se trataba de una bisutería de dos reales y, para colmo, sin bendecir.

No estábamos para amoríos, y amustiados nos tendimos en el pradillo, agostado por los calores tórridos de aquel verano. Cuando el sol se puso, emprendimos el regreso al pueblo, meditabundos y cansinos.

—¡Tengo miedo, Andrés! Tengo miedo de que les pase algo a mis hermanos. Esos señoritos de Sigüenza no traen buenas intenciones y me temo que esto acabará en alguna desgracia —me confesó de pronto Inés, cogiéndome fuertemente de la mano.

—¡Mujer, no seas pesimista!, que tus hermanos ya tienen juicio y sabrán lo que tienen que hacer.

—¡Ojala te oiga esta virgen que me has regalado, que a ti a lo




mejor te hace más caso que a mí! —terminó diciendo, apretando con la mano libre la modesta imagen contra su pecho.

No era yo la persona adecuada para consolarla, porque en mi interior tenía el mismo presentimiento, y los hechos no tardaron en darme la razón.




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