12. Una visita inesperada



Lo que sucedió después del lamentable accidente me cogió tan de improviso que tardé algunos días en reaccionar y hacerme una idea clara de mi nueva situación.

La noche del arresto regresé a mi pueblo, ya a altas horas de la noche, con el grupo de campesinos de la U.G.T. Nos vino a recoger uno de los compañeros con una calesa algo destartalada, que se utilizaba para bajar gente al mercado de Sigüenza. Iba tirada por un recio caballo de gruesos tobillos, poco común en la zona y que debía ser de alguna raza asturiana o gallega. Era un animal dócil y de paso firme y uniforme, capaz de arrastrar el carro camino arriba con una docena de personas y sus compras como si nada. Por decirlo de alguna manera, aquel era el «taxi» del pueblo y si no era muy cómodo, en situaciones como aquella, en que andábamos molidos por una razón o por otra, era un alivio poder viajar en ella. Yo estaba tan cansado que apenas me senté y me pude apoyar en uno de los compañeros, me quedé como adormilado, pero aun pude escuchar algo de las conversaciones entre los campesinos y el mayor de los Valiente.

—Cada día que pasa se ponen peor las cosas. En la provincia de Toledo ya se están ocupando tierras y el general Sanjurjo en persona se ha hecho cargo de la represión, matando a cinco y dejando a no sé cuántos heridos. Hemos declarado la huelga general en la provincia de Salamanca, porque en Palacios Rubios han caído otros dos en una manifestación pacífica. Estos fascistas no paran de provocar a los trabajadores, como si desearan que se liara una bien gorda…

Fue lo último que escuché hasta que llegamos al pueblo.

Mi padre estaba despierto, y, como siempre, pegado al fogón, como un alma ya en el purgatorio, y atizaba el fuego una y otra vez, lo que era señal de que estaba pensando en decirme algo, pero dado su carácter tardaría algún tiempo en pronunciarlo. Por fin, sin quitar la vista del fuego, me preguntó:

—¿Dónde has andado todo el día?

—¿No se ha enterado ya del accidente del chico de don Román?

—¿Y qué tenías tú que hacer allí? —volvió a preguntar, pero en tono agrio y destemplado.

—Estaba ayudando al Benjamín, como otras veces.

Se hizo un mortal silencio. Volvió a golpear las ascuas del fogón con violencia, levantándose una polvareda de cenizas y ascuas ardiendo.

—¡Vete a dormir, que mañana te vas del pueblo!

—Pero, padre, ¿cómo que me voy del pueblo?

—¡Sin rechistar y a la cama, rediela!

Hice lo que me ordenó y me retiré a mi cuarto, mientras seguía atizando las ascuas del fogón. No tenía ni la menor idea del sentido de aquellas palabras. Mi padre no podía obligarme a salir del pueblo ni teníamos familiares directos fuera del allí ni en lugar alguno donde yo pudiera ir. Me tendí sobre el camastro, abrí el ventanuco y vi el resplandor de la luna traspasar las débiles nubes, aligeradas de humedad, que pasaban velozmente empujadas por el viento. Estaba tan acongojado y confundido que no sabía en qué debía centrar mi atención; si en mi desgracia o en la de Inés, que por aquellas horas estaría recibiendo al Juan, que le pondría al corriente de la situación de sus dos hermanos huidos. Me di cuenta de que por muchos males que me esperasen a mí no eran tantos como los que le esperaban a ella, lo que consiguió que me despreocupara de mi suerte. A pesar de lo angustioso de la situación, el cansancio de las emociones del día me venció y me quedé profundamente dormido cuando ya se escuchaba a nuestro gallo en el corral, y el alegre canto matinal de los mirlos en la higuera. Sólo puede pensar un

«¡Que sea los que Dios quiera!». ¡Qué poco sabía yo lo relacionado que estaba mi fututo con aquella resignada expresión!

A la mañana siguiente me despertó un rumor de voces en la sala grande de la casa, y si me sobresaltó fue porque no era habitual que nos visitara nadie, y menos a esas horas de las mañana. Medio adormilado y todavía resentido de la agitación del día anterior, intenté incorporarme y hacerme una idea de lo que pudiera estar sucediendo y quién podría ser aquella inesperada visita. Todavía estaba vestido, tal y como llegara la noche anterior, porque estaba tan casado y aturdido que ni siquiera tuve ganas de desvestirme. Sentía la camisa pegada al cuerpo y los ojos como si estuvieran llenos de tierra, y lo primero que hice fue bajar al patio por la puerta de atrás y meter la cabeza hasta dentro en un cubo de agua fría que subí del pozo. Ya más despabilado me acerqué a la ventana que daba a la sala grande y, para mi sorpresa, vi allí, todavía de pie y con en sobretodo puesto, al párroco del pueblo, don Gregorio, que conversaba o mejor monologaba con mi padre, porque éste apenas respondía y se limitaba a asentir con la cabeza. No llevaba puesta la boina, cosa poco habitual en él, tal vez por respeto al cura, y por su profunda calva me pareció todavía más viejo de lo que creía que era. Se hizo un breve silencio y finalmente mi padre me llamó pensando que todavía estaba en mi cuarto.

—¡Arriba, Andrés, que está aquí don Gregorio y tiene que hablar contigo!

Yo me aseé lo mejor que pude y aparecí por la puerta del corral que comunica con la gran sala, lo que sorprendió a los presentes.

—¿Qué estabas haciendo por el corral? ¡Anda, siéntate que te tiene que hablar don Gregorio!

Necesitaba comer algo sólido, porque tenía el estómago vacío y se me retorcían ya las tripas, pero el tono autoritario con que me ordenó que me sentara no dejaba dudas de la urgencia del caso. Don Gregorio no parecía saber por dónde empezar, y se revolvía igual que solía hacerlo en el púlpito antes de empezar su sermón. Dio dos zancadas de arriba abajo de la sala, se volvió, y, por fin, me dijo sin dirigirse directamente a mí sino hacia mi padre, que estaba tanto o más atento que yo a sus palabras:

—¡Está de Dios que vayas para cura, tal y como ya te dije un día en el campo!

Yo me sobresalté porque empezaba a comprender que se estaba urdiendo alguna trama para decidir sobre mi futuro, y todo hacía suponer que estaban tramando meterme en el seminario de Sigüenza. Mi intuición fue acertada.

—¡Te meto en el seminario, para que te hagas un hombre de bien y no andes por ahí con agitadores! —corroboró mi padre sin dar tiempo al cura a que prosiguiera con sus explicaciones y aclarara por qué, de pronto, yo había sido elegido por Dios para el sacerdocio.

—¡Mira, Andrés, que si andas con esas amistades tú también acabarás metiéndote en algún lío! Dios, que todo lo ve, y el Espíritu Santo, que todo los sabe, han querido iluminar el entendimiento de tu padre y ha decidido que lo que te conviene es la carrera eclesiástica, que todavía eres mozo para ella y, por lo que me han dicho lees ya de corrido y sabes las cuatro reglas, con lo que tenemos mucho ganado.

Yo quise replicar y defenderme, negándome en redondo a sus pretensiones, pero la intransigencia de mi padre me lo impidió.

—Ya está todo arreglado, con que sin rechistar, ¡y harás lo que se te mande, que no eres tan mozo como para valerte por ti mismo!

Aun sabiendo que provocaría su ira, pues mi padre no aceptaba que nadie le contradijera, respondí casi con indignación:

—¡Eso lo tendré que decidir yo, padre! No se mete uno a cura así, por la buenas, ¡digo yo!

Como era de esperar, la expresión de mi padre se congestionó de ira, hizo un ademán como si quisiera abofetearme por mi falta de respeto, pero don Gregorio intervino a tiempo.

—Mira, hijo, no tienes alternativa, tu padre ha vendido las tierras y el ganado a don Román, el comerciante de Sigüenza… Lo ha hecho por tu bien, para que no te falte de nada en el seminario. Son los designios de Dios y, como buen hijo y cristiano, tienes el deber y la obligación de respetar y aceptar la voluntad de tu padre.

Me quedé desconcertado, desarmado y profundamente angustiado. Lo que más me indignaba era la falta de confianza de mi propio padre, al no consultar conmigo aquellas ventas. Era evidente que no tenía salida, pues con dieciséis años recién cumplidos y sin hacienda propia, tendría que valerme trabajando de peón, pero dada mi edad y mi poca experiencia, siempre sería el último en ser contratado. Por un momento pensé en huir, salir en busca de los hermanos Valiente e irme yo también a Barcelona, pero ya estarían lejos y no sabría dar con ellos. Era evidente que yo solo, sin medios y sin haber salido, como aquel que dice, de mi pueblo en toda mi vida, no podía emprender tamaña aventura. Antes de que saliera de mis angustiosos pensamientos, nuevamente don Gregorio me puso al corriente de mi destino.

—La fe es algo que se adquiere con el tiempo, el estudio y la devoción. Todos hemos pasado por esta situación y la hemos superado con la ayuda de Dios y del Espíritu Santo. Después te alegrarás de haber sido un «elegido» para tan noble tarea, como es salvar almas y perdonar pecados.

De pronto, sin pensarlo ni meditar sus consecuencias, casi le grité al cura:

—¡Y quien salva la mía! Yo no quiero ser cura; seré lo que tenga que ser, pero cura, ¡nunca!

Mi padre se levantó con tan desacostumbrada energía que volcó la mesa, haciendo caer dos vasos,que se hicieron añicos, y un plato con algunas rodajas de chorizo.

—¡Arreando para el Seminario, y no se hable más! —me gritó colérico, señalándome la puerta de la calle—. ¡Y cuando cruces esa puerta ya no vuelvas más por esta casa, que reniego de un hijo que no respeta ni al mismísimo Dios!

Don Gregorio volvió a intervenir, tratando de calmar a mi padre, cuya excitación le causaba ya ahogos y temimos que le pudiera dar algún ataque.

—¡No discutas la voluntad de tu padre y sube a tu cuarto, que yo lo calmaré como mejor pueda!

Hice lo que me mandó el cura, porque realmente mi padre estaba a punto de asfixiarse por el sofoco y no quería sentirme responsable si le ocurría algo grave. Era evidente que estaba atrapado y no tenía sentido negarme al destino. Huir carecía de sentido y obedecer era como si me llevaran directo al matadero. Al subir las escaleras traté de hacerme una idea de lo que me esperaba, pero sólo pude verme a mí mismo, vestido de seminarista, arremangándome los faldones, correteando por ahí detrás de un balón de fútbol, tal y como los había visto en alguna ocasión, pero nada me hizo pensar en la trascendencia real de aquella decisión y su relación con la Iglesia y sus funciones.

No sabía qué recoger ni qué iba a necesitar, porque, en realidad, no tenía más que lo puesto y para el seminario ya no necesitaría las ropas de domingo. Entonces me vino a la mente, como si me dieran una bofetada, la imagen de Inés. Me senté desconsolado sobre la cama y, por primera vez en mi vida, lloré como un crío, no tanto angustiado por poner fin a nuestro noviazgo, sino porque tendría que faltar a mi promesa y sería una terrible noticia para la pobre muchacha, ya bastante atribulada por las circunstancias. Todavía sollozando, sentí que don Gregorio me ponía la mano sobre el hombro y trataba de consolarme:

—¡Todos los que servimos a Dios hemos pasado por esto, Andrés! —me dijo el cura que había conseguido calmar a mi padre y llegar a un acuerdo menos radical—. Acepta los hechos, que Dios sabrá por qué lo quiere así. Tal vez espere de ti grandes cosas, que la carrera eclesiástica tiene muchas posibilidades. ¡Quién nos dice que no llegarás a ser cardenal! Anda, deja de llorar como un chiquillo que ya eres buen mozo, que entrar en el seminario para los tiempos que corren es lo mejor que puede hacer un muchacho como tú, ¡que mal pintan los tiempos para los oficios del campo y menos para un pastor! He acordado con tu padre que vendré a por ti el domingo, después de las vísperas. Las cosas no se pueden hacer tan precipitadamente. Así es que tendréis tiempo de hablar entre vosotros y arreglaros, que no es cosa de que empieces tu carrera enfrentándote con tu padre.

—¿Qué será de él? —pregunté a su vez, casi resignado.

—Si no se vale, vendrá al asilo con las monjitas, que allí lo cuidarán adecuadamente; pero si se vale, se quedará en su casa.

Comprendí que no valía la pena hacer más objeciones sobre mi falta de vocación religiosa. Mi padre había decidido apartarme de los hermanos Valiente y ésta había sido la mejor forma que se le ocurrió para hacerlo. No había otra razón. Pero en su decisión también influyeron, tanto el propio don Román como el mismo don Gregorio. Entre todos se empeñaron hacer de mí un cura, cuando en el país se desataba una auténtica furia anticlerical. No fue, desde luego, una decisión muy acertada ni oportuna.

Cuando bajamos a la sala, mi padre parecía calmado, ocupado en recoger los restos de los vasos y del plato roto y pareció no percatarse de nuestra presencia.

—Bueno, Cipriano, el chico parece que está convencido, conque nada de disgustos, que no puede haber maldades ni violencias en la casa de un futuro cura —mi padre pareció satisfecho, pero no replicó y continuó con su labor de limpieza—. Lo dicho, Cipriano, y con Dios, que tengo otras obligaciones que cumplir. El domingo que el chico esté listo y aviado. Y nada de disgustos, y no lo digo sólo por el chico, que cumplirá con su obligación, sino por ti, ¡que todavía tienes que ver al mozo ordenarse sacerdote!

Yo escuchaba aquella conversación totalmente aturdido, como si no estuvieran hablando de mí, pero no estaba dispuesto a tener más altercados con mi anciano padre, así es que asumí con docilidad la situación e hice ver, asintiendo mecánicamente con la cabeza, que estaba de acuerdo con cuanto decía el cura. Al salir de la casa, todavía cambió don Gregorio una mirada significativa con mi padre, como si no estuviera seguro de que reinaría la paz después de que se ausentara, por lo que creyó necesario volver a amonestarme, sólo por dejar tranquila su conciencia:

—¡Hala, a ser bueno, Andresito, que ya verás como lo del seminario acaba gustándote!

No quería quedarme a solas con mi padre y se me ocurrió la única excusa para salir de la casa con su permiso.

—¡Voy a cementerio; a la tumba de madre!

No contestó, pero me dio a entender que lo aprobaba.

Salí de la casa casi como un furtivo y al encontrarme en la calle, sentí con alivio el frescor de la mañana, porque me ardía la frente y me sentía como transpuesto, por todas aquellas emociones y contrariedades. Reaccioné y emprendí el camino del cementerio, siguiendo el sendero ladera arriba tan rápido como puede, porque me aterraba la idea de encontrarme con la Inés y tener que darle explicaciones en el lamentable estado en que me encontraba. Necesitaba tiempo para hacerme a la idea de mi nueva situación y lo mejor era salir del pueblo, echar monte arriba, y no detenerme hasta que me faltaran las fuerzas. Llegué al cementerio cuando empezaba a caer una fina llovizna otoñal que humedecía las mohosas piedras del muro, tupido de zarzales silvestres, matas recias de saúco, de olor amargo, y un chopo empeñado en crecer contra el muro, obligando a los sillares a hacerle sitio, inclinándolos hasta hacer caer a los más altos a fuerza de tesón y paciencia. Chirrió la puerta, cubierta de herrumbre y matorrales, y me dirigí sorteando con dificultar las otras tumbas, abiertas sin demasiado orden ni un plan determinado, hasta que pude alcanzar el nicho donde yacía mi madre, porque no pudimos pagarle una tumba sobre tierra. No sabía qué hacer ni cómo dirigirme a ella, pues no es fácil saber cómo se les debe de hablar a los muertos, pero se me ocurrió algo que la consolara, por si, como me sugirió un día don Gregorio, andaba todavía por allí, en espíritu, pero que pudiera oírme:

—A lo mejor a usted le alegra que me haga cura... —dije algo avergonzado. Después reflexioné unos instantes antes de continuar, y creo que fue aquella la primera vez que asumí con verdadera resignación y hasta con un propósito mi destino—. Porque si estuviera usted viva, a lo mejor preferiría que me casara para darle algún nietecillo, pero estando ya muerta, ¡qué le importan ya a usted los nietos! A lo mejor ahora le hago más apaño metiéndome a cura…

Aquella simple reflexión tenía para mí bastante sentido y me reconfortó. Fue como si mi pobre madre, desde su nicho, me hubiera dado su bendición y me animara a la carrera eclesiástica, porque al salir del cementerio ya me sentía distinto, más sosegado y reconfortado. Tanto que en lugar de seguir con mi plan de echarme monte arriba, volví al pueblo dispuesto a encontrarme con la Inés y comunicarle cuanto antes la noticia, no fuera que la conociera por otras personas, que en el pueblo las noticias corrían tan rápido que las conocían los demás antes que los mismos interesados.


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