3. Proclamación de la II República

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Proclamación de la II República

Para nuestro pueblo la fiesta de las elecciones había concluido. Genaro, el «Tejero», candidato socialista, volvió con sus 110 votos en el bolsillo a su trabajo en la fábrica de tejas, calificativo que no merecía porque no empleaba más que al propio Genaro y a tres peones más que acarreaban la arcilla roja con mulos para las tejas y las carretadas de leña de encina para el horno. Pero su imponente chimenea le hacia parecer una fabrica real, porque era más alta incluso que la torre de la iglesia.

El día amaneció turbio pero ya a primera hora de la mañana se veía que la borrasca llevaba camino de Aragón y despejaría bien entrada la mañana. Yo, como de costumbre, llevé el ganado al monte, pero hasta pasadas las diez de la mañana lo tenía en el ribazo próximo al camino, para disgusto de las ovejas que tenían el prado tan mordisqueado que no encontraban otras cosas que raíces. Tan pronto como Inés pasara hacia la escuela, y me lanzara sus bien intencionadas pujas y alguna que otra gracia de las suyas, llevaría el ganado monte arriba, hasta bajar por la otra ladera a una fuente que llaman del Rebolledo, donde siempre había hierba fresca. Al mediodía, después del acostumbrado rezo del Ángelus, una avemaría mascullada más que rezada, tenía por costumbre sentarme en un poyato que los pastores habíamos apañado para este fin, bajo la sombra de una noguera silvestre que crece al pie del manantial que lleva a la fuente. Allí, lejos de la vergüenza de mi mal talante para la música, interpretaba para las ovejas algunas cancioncillas aprendidas del dulzainero en las fiestas del pueblo, con una flauta tosca hecha por mí mismo de una gruesa rama de saúco, siguiendo las explicaciones que me diera el propio dulzainero. No sé si sonaba afinada o desafinada, y si las ovejas apreciaban o no aquel soniquete, pero no parecían desagradarles porque se arremolinaban bajo la encina, apretadas unas a otras como sólo las ovejas saben hacerlo, y ni siquiera balaban mientras duraba mi concierto. Sólo Chispa, mi perra pastora, aullaba de vez en cuando con más afinación que yo mismo. Y así pasaba las mañanas hasta la hora del almuerzo. Después un buen trago de agua fresca del arroyo y una corta siesta, a medio duerme vela, y vuelta al cerro, para estar como una clavo a las seis en el borde del camino, para ver a la Inés al regresar de la escuela.

Ese día estaba yo sentado sobre el ribazo cuando vi subir al cartero, sudoroso y excitado, dando grandes zancadas desiguales y a trompicones, como si andara borracho, pero al parecer lo que sucedía era que la cartera pesaba más que de costumbre y le hacía perder el equilibrio. Cuando llegó a mi lado se quitó la gorra, se secó el sudor de la frente con el dorso de la manga, dejó la pesada mochila un rato en el suelo y cuando le volvió el resuello, me dijo como si yo supiera de qué iba el comentario:

—¡Vamos a tener República!

Yo no sabía de qué me estaba hablando, así es que por cortesía le contesté lo primero que me vino a la mente:

—Yo creo que está despejando.

—¡Mira que eres burro, Andresito! Me refiero a las elecciones de ayer; que las hemos ganado los republicanos y se va a acabar la monarquía… ¡eso si no hay follón y se arma el lío!

—¿Qué follón?

—Hombre, tú verás; como ha dicho el Almirante Aznar a los periodistas: que el país no puede irse a dormir monárquico y despertarse republicano, así sin más. Veremos a ver qué hacen los del Gobierno provisional, y si el rey se aviene a los resultados y se da las de Villadiego, ¡que aquí, en vista de los resultados, ya está de más!

Yo seguía sin entender, pero el cartero parecía necesitar un interlocutor para expresar sus opiniones en voz alta. Pero no quería parecer un ignorante, así es que le repliqué lo primero que se me ocurrió.

—Hombre, el rey es el que más manda, ¿cómo va a estar de más?

—¡Ay, que país de ignorantes! Quien manda, Andresito, es la soberanía del pueblo, y ésta se expresa en las urnas, ¿comprendes, so borrico?

Me dolía que me trataran de ignorante, pero me lo tenía bien merecido y ésa era la única forma de aprender. Así es que replique con la humildad del ignorante pero voluntarioso.

—¿¡Qué se yo sobre esas cosas si no voy a la escuela!?

—¡Ya, hijo, ya! ¡Pero para eso hemos ganado estas elecciones, para que vayas a la escuela y sepas lo que hay que saber sobre la vida y la democracia! Bueno, te dejo Andresito, que hoy tengo reparto extra —volvió a cargar su pesada cartera, se ajustó la gorra, me palmeó la espalda como hacían todos los que me trataban, y chasqueando los labios, se alejó mirándome con cierta condescendencia—. ¡El que se va a llevar un buen soponcio es don Mariano! —dijo ya mientras se alejaba.

En el camino se encontró con Inés, que bajaba ya hacia la escuela. Parece que debió decirle la misma cantinela y que la Inés tampoco debió de estar al corriente de la situación, porque el cartero hacía gestos de resignación, como los había hecho conmigo, alzando el único brazo disponible al cielo, como clamando justicia a Dios.

Cuando Inés llegó a donde estaba esperándola, me miró recelosa y ausente, como si las noticias del cartero la hubieran afectado. Estuvo un rato en silencio dibujando cosas en el suelo con la punta de su sandalia, y por fin me dijo:

—Mis hermanos sí que se alegrarán, que estaba ayer más mustios que si se les hubiera muerto el caballo.

Yo tenía miedo de volver a meter la pata, y con Inés no quería parecer un patán desinteresado por las cosas del país, así es que callé como asentando, a la espera de que ella prosiguiera la conversación.

—¿Es que tú no dices nada? ¿Te da igual que ganen unos como los otros?

—¡Es que no sé quiénes son los unos ni quiénes son los otros!

—respondí espontáneamente, porque era así como lo sentía—. Para mí todos son iguales y dicen las mismas cosas. Si escuchas a don Mariano, pues que lo arregla todo; si escuchas al «Tejero», lo mismo. A ver, ¿dónde está la diferencia? Explícamelo tú, que pareces saberlo todo.

—Mira hijo, tengo otras cosas mejor que hacer que enseñar a un palurdo lo de la política, así es que adiós y con Dios, que llego tarde a la escuela.

Lo que sucedía era que ella tampoco tenía la respuesta, a pesar de que por fuerza tendría que escuchar las conversaciones de los hermanos, siempre enfrascados en política, pero sin que realmente ellos supieran muy bien de lo que estaban hablando. Eran charlas de taberna, resumidas en cuatro conceptos básicos: explotación, injusticia, caciquismo y lucha obrera. Lo que realmente significaba cada uno de ellos no era lo importante, porque los cuatro se resumían en uno: ¡Revolución! ¡Todo lo arreglaba la revolución!

—¡Ea, no te enfades que no era mi intención insultar! —rectificó conciliadora Inés—. Si te digo la verdad, estoy hasta el moño de política, que para lo único que sirve es para desunir familias y enfrentar a las personas. Si yo mandara no habría política, sólo pan para todos y se acabaron todos los males del mundo…

Se alejó caminando al ritmo de improvisados pasos de baile, lanzando su gastado cuaderno en el aire, que de seguir con aquel trajín no llegaría con hojas al final del curso. Yo volví al cerro para hacer mi recorrido habitual; toqué la flauta para las ovejas, pero al atardecer cambié de plan, y en lugar de volver al camino, rodeé el pueblo para encerrar algo más temprano a las ovejas y pasar por la taberna, por si allí se sabía ya el resultado de las elecciones y podía enterarme de algo y no vivir en aquella ignorancia.

Lo que sucedía en la taberna sí que era una verdadera revolución. El «Tejero» había reunido allí a medio pueblo, y les arengaba sobre la situación creada en el país tras el triunfo de las izquierdas:

—¡Hay que ir al Ayuntamiento y proclamar al República, porque el pueblo se ha expresado en las urnas y ya no quiere al rey ni a su camarilla! En Madrid la gente se ha echado a las calles y por todas partes se ve la bandera republicana. Aquí tengo yo una, ¡ya es tarde para que se vea en el balcón del Ayuntamiento!

El candidato socialista derrotado agitó una bandera republicana que todavía mostraba las marcas de las dobleces de haber estado empaquetada largo tiempo. Yo, al verla ondear en la taberna, me estremecí, no sé si por la impresión de aquel morado de una de sus franjas o porque intuía que aquella bandera significaba realmente la «Revolución».

No había unanimidad, y la mayoría consideraban más prudente esperar al día siguiente, a ver en qué quedaba todo y si el Gobierno provisional encabezado por Alcalá Zamora se hacía definitivamente con el poder y el rey se exiliaba, como era el rumor más insistente.

Al parecer, también a esa hora don Mariano, el alcalde vencedor de Unión Monárquica, estaba reunido con miembros de su propio partido en el Ayuntamiento, porque sin duda tendría que saber a qué atenerse si finalmente en Madrid se proclamaba la República.

—Aquí hay un compañero ferroviario —prosiguió el «Tejero»— que viene de Zaragoza, donde hoy mismo, o a lo más mañana, se proclamará la República, y lo mismo han hecho en San Sebastián y en otras ciudades y pueblos. Somos las masas las que tenemos que proclamar la República, para que ya sea un hecho y no haya más que rubricarlo.

—Pero ¿y si sale el ejército? ¡Que no sería la primera vez!…

—Eso ya es agua pasada, aquí ya no hay más golpes militares; ahora la política es la que manda, ¡que el pueblo ya está maduro!

—¿Y si don Mariano se opone?

—¡Peor para él, coño, no puede ir en contra de la voluntad soberana del pueblo!

—¡Pero él ha ganado limpiamente, no podemos echarle!

—Ni hace falta, que él también tendrá que jurar la República. Vaya, menos cháchara y al Ayuntamiento, ¡a proclamar la República en nombre de pueblo soberano!

Seguidos del «Tejero» y su bandera republicana, casi medio centenar de personas, con los inevitables chiquillos importunando con su griterío, el grupo recorrió los escasos cincuenta metros entre la taberna y el Ayuntamiento. Como si todo el pueblo hubiera tenido las misma idea, la plaza estaba ya llena a rebosar de gente, probablemente no habría nadie del pueblo que no estuviera en ella. Al ver al grupo del «Tejero» aparecer con la bandera republicana, se levantó un murmullo que se convirtió casi en un griterío. «¿Dónde vas tan deprisa, “Tejero”?, ¡no nos vengas con tus jodiendas!». «Guarda esa bandera, “Tejero”, que no ha traído a este país más que desgracias», decían otros. «Siempre son los mismos armando yesca, más valdría que se fueran del pueblo», protestaban algunas viejas. En general el pueblo no era partidario de proclamar la República, pero el «Tejero» estaba decidido a hacerlo, tal vez para resarcirse del fracaso electoral. El grupo se abrió paso formado un corro apretado de gente a su alrededor. El «Tejero» se subió sobre el pescante de un carro y agitando la bandera republicana, gritó tanto como le fue posible:

—¡Viva la República! ¡Viva España republicana! ¡Viva Castilla republicana! ¡Abajo la monarquía!

Pero sólo su grupo respondió con un «¡viva!» de compromiso y sin demasiado entusiasmo, tal vez temerosos de las reacciones de la gente del pueblo. Entonces se abrió el balcón del Ayuntamiento y apareció don Mariano, demudado y sudoroso, más por su gordura que por el prematuro sofoco de aquel atardecer, barrido por vientos sureños, como anticipo ya del próximo verano.

—¡Paisanos, paisanos! —grito agitando las palmas de las manos de arriba abajo pidiendo silencio—. ¡Aquí no se proclama nada que no sea legal y como Dios manda! Si hay República, sea, y a acatar la voluntad soberana, pero cuando llegue, ¡no vayamos a comernos la liebre antes de cazarla! —el comentario fue aprobado con unanimidad con un clamor de murmullos—. ¡Aquí la autoridad soy yo por la gracia de Dios y de las urnas, y no hay más República que la que venga firmada y rubricada del Gobierno de Madrid, así es que cada uno a su casa y todos con Dios, ¡que se acabo el mitin!— e hizo ademán de salir del balcón.

Pero el «Tejero» estaba decidido a proclamar la República y con la agilidad de un gato, escaló el balcón, saltó dentro, quitó la bandera monárquica del mástil y ató como pudo la republicana, mientras el asustado alcalde, a medio camino entre el balcón y su despacho, era incapaz de reaccionar, cada vez más sudoroso y congestionado por el nerviosismo. Entonces los hermanos Valiente acompañaron al «Tejero», y a unísono volvieron a lanzar vivas a la República, y sea por su entusiasmo o porque el hecho parecía ya consumado, esta vez si se escuchó un clamor casi general de «vivas», de manera que el pueblo mudó de opinión en apenas unos minutos y se hizo, en su gran mayoría, republicano. Así se proclamó la República en mi pueblo.

Los acontecimientos posteriores a las elecciones fueron un auténtico cataclismo para nuestro pueblo. El 14 de abril la gente no se movió de la taberna, y los que no cabían dentro, se trajeron sillas y taburetes para sentarse en la calle y esperar noticias entre baso de vino, olivas negras de Aragón y sardinas arenques del Cantábrico. El «Tejero» se había hecho con una radio de galena y seguía las noticias de la Radio oficial, pegándose un auricular a la oreja y pidiendo silencio, mientras uno de los hermanos Valiente se cuidaba de la larga antena, empalmada a un hilo de cobre, que pendía del balcón del piso de arriba del local.

Al medio día ya sabíamos que el Gobierno provisional pedía la salida del rey de España antes de que se pusiera el sol y Romanones estaba negociando las condiciones para el exilio. De manera que la República era un hecho y ya se había proclamada en casi todas las capitales de provincia y en miles de pueblos como el nuestro. Don Mariano, el alcalde elegido en mala hora, permanecía en el Ayuntamiento con los suyos y corría el rumor que iba a dimitir si finalmente obligaban al rey al exilio, porque era un monárquico convencido y no estaba dispuesto a seguir de alcalde en un país sin un rey que lo mandara, que era como una casa sin un padre que la gobierne.

—¡Ya está decidido, el rey se marcha al exilio! —dijo el «Tejero» pidiendo silencio a la multitud, y apretándose contra el oído el auricular.

—¿Quién lo ha dicho? —contestó un campesino desconfiado.

—¿Quién lo va a decir?: ¡el Gobierno legítimo de la República, don Niceto!

Mis paisanos no aprobaban la salida del rey, y menos en aquellas condiciones. Así es que meneaba la cabeza en señal de desapruebo. «¡Esto no puede traer na bueno! ¡Por malo que sea el rey no es cosa de echarlo del país como si fuera un perro! ¡Que culpa tiene el hombre de tener malos ministros! ¿Es que no puede haber toda la Republica que se quiera pero con un rey?»

—¡La Guardia Civil ha rendido honores en Madrid al nuevo Gobierno! —seguía informando el «Tejero»—. Se ve que está con el pueblo y con la legitimidad, ¡como tiene que ser! El que le está echando lo que hay que echar es el ministro Maura, les ha dicho a los guardias: «¡Señores, paso al Gobierno de la República!», y los guardias se han cuadrado presentando armas. Y es que Madrid es un clamor a favor de la República, todo el mundo está en la calle. Dice el que radia que no cabe un alfiler desde la Cibeles a la Puerta del Sol. «Ya no es por el rey, pero ¿y esa familia? —seguían los comentarios aislados de los campesinos—; ¿y esas criaturas? ¡Qué culpa tienen ellas de las cosas de la política! Que se vayan los malos ministros y se quede el rey, que a mí no me parece tan mala persona. Una vez lo vi así como está ahora el “Tejero” y no me pareció mala persona, un poco melindroso y con poco temple pa mandar un país como éste, tan encabritado y rebelde, pero mala persona, na d’eso.»

Serían ya las ocho y los parroquianos no dejaban la taberna. Inés pasó del brazo de sus dos tías abuelas, tocada con el velo, por lo que deduje que irían a la iglesia. Don Gregorio había organizado unas vísperas para rezar un rosario y rogar por la vida de la familia real en aquellos momentos tan críticos. Muchos monárquicos, como él mismo, temían que se produjera un magnicidio, con todas esas masas enardecidas en la calle, y sólo se le ocurría interceder ante Dios para que lo evitara. Otro tanto se debía hacer en miles de iglesias de todo el país. No creo que Inés fuera a la iglesia por devoción ni a favor del depuesto de rey de España, sino por no quedarse en casa en un día tan señalado. En la taberna, en la iglesia o en la plaza del Ayuntamiento, el pueblo entero estaba en la calle haciendo algo para disimular su inquietud y nerviosismo. Saludó a sus hermanos, que estaban al cuidado de la antena, y como era de esperar me lanzó su puya habitual:

—¡Pachasco no estuvieras tú también en la taberna!

Yo, también como de costumbre, no me daba por aludido, porque sabía que lo decía sin mala fe, sólo era una manera de decirme «hola» o «cómo estás», pero a su manera mordaz.

De pronto el «Tejero» mandó callar a todo el mundo, agitando el brazo y chistando silencio.

—¡A callar todo el mundo, que Alcalá Zamora está pidiendo un minuto de silencio en memoria de los mártires de la república Galán y García Hernández!

Los campesinos por respeto a los muertos, más que por homenaje a los jóvenes oficiales, se quitaron la boina y con expresión de circunstancia quedaron en silencio, sin ni siquiera mover la boca para terminar de comer las arenques. Alguien sacó un reloj del bolsillo del chaleco y controló el tiempo. Inés se sumó al homenaje y las tías abuelas se santiguaron como si vieran pasar un entierro, sin saber por qué la gente estaba tan callada. Trascurrido el minuto, se volvió a los murmullos.

Aunque nadie lo supo hasta el día siguiente, a esas horas salía el rey de España camino del exilio por la puerta de atrás del palacio de Oriente, camino de Cartagena, donde se embarcaría rumbo a Roma en el crucero «Príncipe de Asturias», dando así fin al reinado de los Borbones en España, hasta la reinstauración de la monarquía en 1976.

A última hora de la noche ya estaba claro que la II República era un hecho en España y las últimas noticias que se captaban por la radio de galena no hacían sino confirmar que la transición se había hecho sin violencia en toda España, por lo que la gente fue abandonando progresivamente la taberna, recogiendo sus banquetas y retirándose ya más tranquilos y relajados a sus respectivas casas. Sobre las diez de la noche, Inés regresó con sus tías de la iglesia, convencidas de que habían sido sus rezos los que habían evitado un baño de sangre, porque Dios había escuchado el clamor y había intercedido por España, país por el que sentía, según don Gregorio, una debilidad especial, por ser el más católico de la cristiandad, fuera de Roma y el Vaticano, claro está. Y pienso yo que tal vez fuera así.

De regreso a casa vi salir a don Gregorio de la iglesia, quien, a pesar de la hora, se disponía a regresar a Sigüenza a pie, tomando el sendero del río, que es más angosto pero acorta algo el camino. No sé por qué, pero en ese momento sentí una gran admiración por aquel cura, fiel a sus convicciones y que no eludía sus responsabilidades, fueran o no penosas o arriesgadas.

—Buenas noches, don Gregorio —le dije acercándome a él casi corriendo, porque había emprendido ya un vivo paso para su retorno—. ¿No tiene usted una cabalgadura?

—Buenas noches, Andresito, ¡para cabalgaduras está el patio!

—¿Qué le parecen las noticias?

—¡Malas, Andresito, muy malas!… pero Dios sabrá por qué lo ha hecho... Si lo quiere así ¡por alguna razón será! Ya te digo ahora mismo que no tardaremos ni diez años en matarnos unos a otros. ¡Y que me perdone Dios por ser tan claro, pero lo he visto como si fuera en una revelación!

—¡Hombre, don Gregorio!

—¡Que Dios me perdone!, y no vayas diciendo por ahí que te he hecho este comentario, que no lo he podido evitar. ¡Es que lo veo venir, porque yo conozco bien este pueblo, Andresito! Días vendrán que tú mismo te verás envuelto en esta violencia que se nos viene encima…—volvió a santiguarse, me bendijo, dio media vuelta y emprendió el camino de regreso sin mediar más palabras.

Yo me quedé como petrificado. Sentía frío en los huesos, a pesar de que la noche no era de las frescas. Se me había erizado el cabello y permanecí mudo y espantado allí, en la puerta de la iglesia, un buen rato sin saber cómo tomarme aquellas proféticas confesiones. Como si despertara de un mal sueño, conseguí recuperarme, respiré hondo, sacudí la cabeza como si quisiera sacarme aquella impresión a golpes, y me dije que don Gregorio había exagerado como cosa de curas, pero que las noticias no eran como para alarmarse.

La noche se tornó clara, con la luna ya en cuarto creciente, así es que pude ver la silueta del cura alejarse por el sendero del río, como si fuera la de un fantasma que se desvaneciese en las tinieblas.



Cuando desapareció, proseguí mi camino hacia mi casa, pero sentí como si aquel encuentro me hubiera hecho cuatro o cinco años mayor, y desde esa misma noche se hubiera esfumado la inocencia de mi tardía infancia. Por alguna razón me dejé contagiar de aquellos funestos presentimientos y acabé por sentir sobre mí el peso de aquella terrible premonición.

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