6. Aires republicanos

Eran muchas las necesidades de los españoles y mermados los recursos de la República, a lo que había que sumar las diferencias de criterio en tan variado Gobierno provisional, pues había ministros progresistas y con buenas ideas, como Fernando de los Ríos o Marcelino Domingo, que en medio año hizo construir más de veinte mil escuelas en toda España, junto con otros profesionales de la política, como el camaleónico Alejandro Lerroux; o intelectuales y buenos republicanos, pero con escaso sentido de la perversidad de la política, como don Manuel Azaña, y oportunistas como Miguel Maura, por no citar el imprevisible Largo Caballero, que se hizo cargo de la cartera de Trabajo, la que más decretos sacó en menos tiempo, junto con la de Instrucción Pública.

Lo que más acució al nuevo Gobierno fue el problema del reparto de la tierra. En un país donde más de la mitad de su población vivía, o mejor hay que decir que malvivía, todavía del fruto de la tierra, se comprende que la Reforma agraria fuera lo que más apremiaba. Pero no era un asunto fácil de resolver, porque el problema era desigual y, sobre todo, más acuciante en el sur que en el resto de España. Como ya he dicho, en nuestro pueblo el que más y el que menos tenía su pedazo de tierra de secano, escaso pero suficiente para proveerse de pan y aún le sobraba algo para vender, y su trozo de huerta, junto a la ribera del Henares, buena para las judías y los garbanzos, pero no muy favorable para tomates, por estar parte en la umbría. Muchos ni siquiera tenían títulos que lo acreditara, y su legalidad estaba ratificada por la costumbre. Ese fue, precisamente, uno de los problemas para llevar a cabo la reforma, y el que cada familia, por heredad, tenía sus tierras desperdigadas por toda la comarca, lo que significaba un auténtico quebradero de cabeza para elaborar un nuevo catastro.

Los sindicatos, anarquistas, comunistas y socialistas, le dieron una tregua al Gobierno, siempre que viesen que tenían voluntad y estaban por la labor. Pero aun así, fueron inevitables las ocupaciones de tierras y los intentos de subversión en Andalucía, donde la mayoría de los colonos y temporeros estaban convencidos de que lo que había que hacer era una auténtica revolución social, sin esperar nada de un Gobierno que, en su parecer, era tan burgués como los de la depuesta monarquía.

Por si fueran pocas las apremiantes tareas del nuevo Gobierno, estaba el problema catalán. Ya desde la reunión de San Sebastián para preparar el Frente Popular y traer de nuevo la Republica, se había acordado conceder la autonomía a Cataluña tan pronto como se proclamara la República. Por su parte, los vascos, después del fracaso del Guernica del mes de abril, se reunieron en Estella para aprobar su estatuto, pero su tradición católica y su apego por las costumbres y fueros locales, crearon bastante confusión sobre las competencias que debería tener y su relación con el Estado español. Lo que ocurrió fue que el Gobierno se vino atrás y le pareció poco adecuado conceder estatutos de autonomía antes de tener una nueva Constitución que dejase claras sus competencias.

No habíamos digerido todavía las elecciones municipales que dieron el vuelvo político republicano, cuando nos volvimos a ver metidos en otras, esta vez para elegir Cortes constituyentes, porque el país necesitaba una nueva Constitución republicana, a celebrarse unos días después de las fiestas de San Juan, en las que yo quedé descalabrado y humillado, pero satisfecho de mi decisión y valentía para defender el honor de Inés, ahora que ya era mi novia, aunque no lo hiciéramos oficial.

La diferencia con las anteriores elecciones fue que aquella vez la política llegó al púlpito. Cogidos casi por sorpresa en las elecciones municipales, en que estaba cantado el resultado, con la reelección de don Mariano, esta vez los del Casino de Sigüenza hicieron notar su presencia en el pueblo con más medios y discursos. Aparecieron los primeros carteles con imágenes de los candidatos a Cortes, entre los que no reconocí a ninguno, como no fuera al propio conde de Romanones, de expresión vivaz y de rostro menudo y algo calvo, cuyo feudo electoral eran aquellas recias tierras castellanas, hasta más allá de Guadalajara, o lo que es la comarca de la Alcarria.

Don Gregorio no calló esta vez, y en su sermón dominical, con la presencia de más de un destacado comerciante y hacendado de Sigüenza que tenía intereses en el pueblo, advirtió de los peligros que corríamos si se consumaba una nueva derrota de lo que él consideraba como los «candidatos de la cristiandad». «Bien está que haya elecciones —nos sermoneó—; bien está que la gente se exprese en las urnas, pero no hemos de llegar al extremo que condenarnos renegando de Dios y de nuestras tradiciones. ¡Hasta ahí no puede llegar la democracia! —remarcó esto último sin disimular su animadversión por ella—. Los católicos, que somos todos los españoles desde que nos evangelizara el apóstol Santiago, tenemos que apoyar a los que defienden las buenas costumbres, el orden y la convivencia, porque de un tiempo a esta parte ya se está viendo lo que trae esta República». No hacía falta decir nada más para que la mayoría de mis paisanos supieran a qué atenerse.

A la salida de la iglesia, un grupo de jóvenes bien trajeados, por lo general hijos de los hacendados presentes y sus más fieles peones, auténticos mercenarios y sabandijas, armados con un altoparlante conectado a un automóvil, empapelado con pasquines de los políticos de sus candidaturas conservadoras, se dirigieron a los desprevenidos campesinos en un tono más amenazador que electoral:

—¡Gentes de este pueblo, si queréis tener paz y no meteros en polémicas innecesarias, votar a las derechas! ¡Si os andan diciendo que las izquierdas traerán el progreso y todas esas zarandajas, aprenderos bien la lección de lo que hicieron en Madrid, que no harán menos en este pueblo! ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva España!

El «Tejero», visiblemente indignado, trató de que moderaran su lenguaje, pero apenas se acercó al grupo lo recibieron con un empujón que a punto estuvo de hacerle caer al suelo.

—¡Sin empujar y con mejores modales, que éste no es vuestro pueblo!

A lo que los jóvenes contestaron con agresividad:

—¡Calla, palurdo! ¡Ya te daremos a ti y a tu pueblo!

El «Tejero» pareció confuso, porque no podía liarse a tortas con aquellos jóvenes a la puerta de la iglesia, en medio de todo el pueblo. Parecía preguntar a los hermanos Valiente, que había contemplado con indignación la escena, qué hacer en aquellas circunstancias. Juan, el mayor de los hermanos, comprendió que tenía que evitar aquellas provocaciones.

—¡Déjalos, Genaro, que sólo vienen a provocarnos porque ya saben que éstas también las pierden!

Algo corrido y farfullando algún que otro insultó para desahogarse, el «Tejero» siguió los sensatos consejos de los hermanos Valiente, y se alejaron del grupo, en dirección al pueblo.

Aquella fue la primera vez que comprendí las razones de los temores de don Gregorio, quien no hacía precisamente nada por evitar lo que él mismo había preconizado, sino todo lo contrario, con aquellos sermones no hacía sino meter cizaña y empezar a crear las primeras disputas serias en el pueblo por causa de la política.

Los jóvenes lanzaron todavía nuevas y veladas amenazas, hasta que el propio don Gregorio, al salir de la iglesia, les rogó que se callaran y regresaran a Sigüenza, que ya habían hecho su «trabajo», como él había hecho el «suyo». Los jóvenes, con desgana, recogieron el altoparlante, los pasquines, lo metieron todo el coche y comentando entre ellos, volvieron a dejar claro cuáles eran sus intenciones. «¡Aquí no se vota más a los comunistas ni a esa basura de los socialistas, que para chulos ya estamos nosotros!». Y arrancaron el coche haciendo patinar las ruedas traseras, lo que levantó una gran polvareda y asustando a los pobres chiquillos que estaba admirando el flamante automóvil.

Lo que sucedió después, ya en vísperas de las elecciones, fue desconcertante. La política se estaba convirtiendo en una excusa para exacerbar las diferencias personales. Si uno de mis paisanos mostraba interés por las izquierdas, sus enemigos personales, por la razón que fuera, ya por unas disputas sobre tierras, por una valla que separa las casas y no se ponían de acuerdo en dónde estaba el lindero, por un cerdo que se escapaba y entraba en el corral ajeno, o por cualquier nimiedad, éste se hacía de algún partido conservador, sólo por llevar la contraria y no tener que estar de acuerdo en algo. Así es que se formaron dos bandos políticos que en realidad no tenían relación alguna con los mismos partidos que apoyaban. No obstante, había la tendencia natural a que los pequeños propietarios se alienasen con los conservadores y los arrendatarios o peones con los progresistas, pero no siempre era necesariamente así. A veces, incluso, se recurría a la ambigüedad a la espera del resultado, para estar con los que ganaran y evitarse las represalias, que en vista de los acontecimientos, podrían llegar a ser incluso violentas.

Nuestro pueblo, que por siglos había vivido en una relativa buena armonía, si pasamos por alto las mezquindades propias de la vida rural, se dividió en dos bandos irreconciliables y cada vez más encrespados, azuzados por unos y por otros, como si lo que en realidad estuviera en juego no fuera el signo político de la nueva Constitución española, sino el destino de cada casa y de cada familia, y, por ende, de toda la cristiandad, de la que mis paisanos se creían sus defensores contra el mundo entero.

A pesar de que en España volvieron a ganar las izquierdas, en el pueblo las ganaron holgadamente los conservadores, pero nos enteramos de que había una docena de radicales, media de republicanos y un liberal, que debía ser el secretario, porque no podía haber otra persona en el pueblo que votara a esa candidatura, el resto eran del partido de Romanones, que sacó su escaño gracias a los votos de los campesinos alcarreños.

—Y ahora, ¡a ver qué Constitución hacen estos políticos! Si no protegen los derechos del trabajador, no durará más que las anteriores, pero si se pasa de liberal aún dudará menos —comentaba Juan Valiente en la taberna al grupo de socialistas que se había reunido allí tras el escrutinio—. En este país salimos de Málaga y entramos en Malagón; no tenemos término medio. Que somos como el clima, que igual no lleve en un año que le dan por diluviar durante semanas.

Yo volví con mis ovejas, pero ya no sentía el menor apego por aquel trabajo, tanto que mi padre, siempre ausente y callado, como si viviera ya en el otro mundo, me reprendió más de una vez porque los animales venían del campo más hambrientas que habían salido, y no dejaban de balar en toda la noche. Lo que sucedía era que salía al campo cargado de lecturas, de los libros que había en la Casa del Pueblo y otros que me traía Inés de la biblioteca pública de Sigüenza. Me sentaba bajo una encina, un frondoso nogal o al frescor de las choperas y me embelesaba en la lectura, sin poner atención a los pobres animales, que más que yo los cuidaba el buen juicio de mi perra, que pareció hacerse cargo de la situación y se volvió más juiciosa que de costumbre. Recuerdo que llegué a aprenderme de memoria un buen número de las fábulas de Samaniego, porque al ser en su mayoría metáforas relacionadas con la vida campesina, entendía perfectamente su moraleja. Por la parte que me tocaba, la que mejor se me quedó grabada fue la de «El zagal y las ovejas», de la que recuerdo los dos últimos versos de su moraleja:

«¡Cuántas veces resulta de un engaño contra el engañador el mayor daño!»

También intenté leer «Los amantes de Teruel», libro que me recomendó la propia Inés, tal vez por lo romántico del título, pero que fui incapaz de leer de corrido, por estar en verso, y no digamos retener el extraño nombre de su autor en la memoria.

Sobre nuestro noviazgo, no estaban las cosas en la casa de Inés como para andar con alegrías. El padre parecía cada vez más aturdido por la bebida, en tal grado de alcoholismo que bastaba un chato de vino para que volviera a casa dando tumbos. Mi casa no estaba lejos de la de Inés y por las noches, cuando el viejo se recogía, las más de las veces ayudado por sus hijos al ser incapaz de hacerlo por sí mismo, escuchaba sus gritos de borracho, incongruentes y blasfemos, sin causa ni motivo.

—«¡Me cago en el copón bendito y todos los santos, y que venga si quiere el cura a excomulgarme, que yo me cago también en él si se tercia!» —gritaban sin ton si son.

Su pobre mujer, cuyo resignado sufrimiento era ya visible en las profundas arrugas de su rostro, trataba inútilmente de calmarle, porque en realidad no había razón para aquellos juramentos, simplemente los decía para desahogarse de alguna pérdida en las cartas, o porque el tabernero le hubiera recriminado su mal comportamiento.

—«¡Aquí mando yo, y me cago en la Virgen, y eso va otra vez por el cura, a ver si tiene lo que hay que tener y me excomulga!»

Si la había tomado con don Gregorio era porque más de una vez le había recriminado entrar borracho en la iglesia y quedarse dormido, roncando en el momento solemne de la consagración. Tal vez por eso, cada vez que se emborrachaba y tenía ganas de blasfemar era inevitable que mentara a los santos, a la Virgen, y que terminara por retar al cura a que lo excomulgara.

Inés sufría en silencio el progresivo deterioro del carácter de su padre, por lo que no era el momento de hacer oficial nuestro noviazgo. Por si fuera poco, tampoco en mi casa reinaba la armonía y mi padre se quejaba constantemente de males que estoy seguro de que no padecía. Unas veces era el reuma, otras el estómago. Las noches eran un constante duerme vela, porque se levantaba cada hora con urgencia para ir al retrete, descompuesto y sin que hubiera nada que pudiera contener su diarrea o su vejiga. Mi vida empezaba a ser un auténtico tormento, y no parecía que las cosas pudieran ir a mejor, sino que sin duda irían a peor, por lo que llegué a preocuparme realmente y pensar en buscar una solución radical, y cuanto antes mejor.

Llegan los segadores

No sé si fueron las tareas de la inminente siega, porque la sequía y la ola de calor que padecíamos había adelantado la cosecha del cereal, por lo que la vida en el pueblo volvió a recobrar cierta normalidad. Los que disponían de más tierra y no podían hacer por sí mismos la cosecha, tuvieron que enfrentarse a la U.G.T. a la hora de contratar las cuadrillas de segadores y ajustarlas según las nuevas condiciones decretadas por el Gobierno. Pero, en realidad, la medida no afectó al pueblo, porque los pocos segadores disponibles ayudaban a sus parientes o vecinos y sólo los propietarios que no eran del pueblo, y que eran dueños de las fincas más grandes, tuvieron este problema. Un sábado, días antes de la apertura de las nuevas Cortes constituyentes, acompañé a los hermanos Valiente al mercado de Sigüenza, porque necesitaban reponer algunas herramientas de labor para la inminente cosecha.

Al llegar a la altura de la alameda, ya se notaba el ambiente que creaban en el pueblo las numerosas cuadrillas de segadores venidas sobre todo de Extremadura y de Andalucía, recostados a la sombra de los frondosos y centenarios olmos, sin separarse de sus utensilios de siega, que por otro lado era todo cuando poseían. Estos se resumían en un par de hoces, con la punta protegida con un corcho, un morral donde se supone que guardarían la piedra de afilar, y aquello que necesitaran para su aseo personal, una botella de anís, pero con agua del caño de las fuentes públicas, protegida por una funda trenzada de esparto y un cordel para colgarla de hombro; una gruesa manta de paño seguramente de Zamora, un delantal de tejido grueso y el necesario sombrero de paja, con alguna cinta o adorno que era toda la ostentación que podían hacer de sí mismos. Los había ya de avanzada edad, con la piel curtida y arrugados como higos chumbos y requemados por centenares de jordanas al sol tórrido de los campos castellanos, y adolescentes, casi niños, que a duras penas podían con el equipo de segador, que acompañaban a sus padres. Permanecían juntos, recostados en los bancos del parque, o en las aceras de las calles principales, atentos a los del pueblo, cerrando tratos, ajustando precios y jornadas, fanegas o celemines, según fuera la medida utilizada o la comarca de donde venían los segadores; acordando los alojamientos, la comida o el vino. En ocasiones se formaban numerosos grupos en torno a un sindicalista local, por lo general de la U.G.T. del campo, que aleccionaba a los segadores sobre las nuevas leyes y de sus derechos: «Ni un real menos de 11 pesetas, que si cedéis hacéis un mal a vuestros compañeros. La ley es para todos y hay que repletarla por igual, patronos y trabajadores.»

Pero los segadores, preocupados por encontrar cuanto antes una contrata, hacer su trabajo y seguir hacia el norte, donde el trigo maduraba más tarde, recelaban de estos buenos consejos: «¿Y si no quieren pagar ese jornal, qué hacemos nosotros, vamos al sindicato a que nos paguen lo perdido? A mí to’eso de las nuevas leyes me parece muy bien, pero en mi tierra se las pasan por la entrepierna, y aquí no creo que sea menos, ¡que quien tiene la tierra es quien tiene la ley!». «Eso era antes, ahora, con la República, nadie está por encima de la ley.»

Los campesinos abandonaban el corrillo temerosos de que los patronos pudieran discriminarlos si los veían en ellos y, finalmente, los sindicalistas se encontraban rodeados de chiquillos ociosos, que les miraban como embobados sin saber de qué estaban hablando.

—¡Hala, al colegio, que aquí no pintáis nada!

—¡Pero sin hoy no hay colegio, despistao!

El mercado estaba abarrotado y los puestos de arreos y albarderías se desparramaban calle abajo, hasta la salida de la ciudad, hacía la carretera de Madrid y al Prado de San Pedro, donde estaba en mercado del ganado. De allí venía numerosos campesinos, acarreando muchos de ellos alguna caballería recién adquirida o la suya propia, con las alforjas repletas de todo lo que iban adquiriendo desde la otra punta del abigarrado mercado local. Al calor asfixiante de aquel día de julio se unía el sofoco de las calderas con aceite hirviendo, donde se freían churros y buñuelos, que con razón se apodan de viento, porque parecían que el lugar de freírlos los inflaran. Compramos dos nuevas hoces, relucientes y engrasadas, una correa para el menor de los hermanos y un cucurucho de buñuelos, para ir matando el hambre hasta que regresáramos al pueblo. Algún charlatán vendía plumas estilográficas que probaba con destreza en un cuaderno lleno de garabatos, al tiempo que con acento catalán, ofrecía su mercancía con una dilatada verborrea difícil de seguir:

—Plomas de punta de oro, de lo mejor que se fabrica en Europa. No se trencan, ni se despuntan, ni manchan, ni se secan. Para el regalo o la tarea; para l'escola o la profesión. El millor regalo de cumpleaños; para el nadó y la nena. No se pierdan esta oportunitat que no habrá otra. Y no vale ni lo que se piensan. ¿Tres pesetas? En las tiendas valen cinco, y en las capitales no se compran por menos de siete pesetas. Pero yo estoy aquí para tirar la casa por la finestra, y las vendo por lo que me quieran dar. A ver, el caballero de la boina: ¿cuánto quiere dar por esta preciosa pluma de punto de oro? ¿Dos pesetas? ¡Suya!, y por el mismo precio le regalo este secante con la imagen de la virgen de Montserrat, ¡la más milagrosa de todo el orbe... sin hacer de menos a la virgen local! —y besaba el secante con devoción, dando las gracias a la Virgen de Montserrat por la venta, al tiempo que hacía llegar la pluma al comprador y recogía con presteza las dos pesetas, por si el campesino se arrepentía.

Yo compré para la Inés una medalla de la Virgen, con adornos de bisutería, a una tendera madura de aspecto agitanado, embadurnada de aceites y pinturas hasta desfigurarle el ajado rostro, que me preguntó para quién la quería. Yo no puede evitar contestarle ufano como si fuera un privilegio:

—¡Para mi novia!, ¿para quién quiere que sea?

La gitana me miró fijamente a los ojos, sujetó la medalla como si no quisiera vendérmela, y con cierto azoramiento me dijo:

—¿Por qué no le compras una pulsera, que las tengo finas y baratas, y a las muchachas les alegra más que las medallas?

Me desconcertó la sugerencia, sobre todo por lo misterioso de su mirada y su expresión, casi angustiada, como si con la medalla me estuviera vendiendo una pócima envenenada.

—¿Y qué tiene de malo la medalla?

—De malo, nada, pero para la novia es más apropiado una pulsera.

—Me quedo con la medalla, y no se hable más.

La vieja me la dio, pero con una inquietante respuesta:

—¡Allá tú, joven, pero acuérdate de que te lo he advertido, y no se la vayas a dar sin que la bendiga entes el cura de tu pueblo!

Los hermanos Valiente me llamaron desde el otro lado de la calle y no pude pedir aclaraciones a la gitana sobre de tan misteriosa advertencia. ¡Por desgracia, ya lo sabría por mí mismo! Dos días después, el 14 de julio, volví a bajar a Sigüenza, a despedir al alcalde y a una comisión «oficial», que bajaron a Madrid para no perderse la solemne apertura de las nuevas Cortes constituyentes.

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