9. Un otoño maldito






Aquel mes de octubre pareció como si todos los demonios del mundo hubieran decidido celebrar su aquelarre en nuestro pueblo, porque se desencadenaron tantos sucesos en tan poco tiempo que el pueblo entero quedó conmocionado y creo que ya no se recuperó hasta después de la guerra civil.

Tal vez el desencadenante de los hechos fuera el tenso ambiente que se vivía ya en toda España. Conspiraciones de todo tipo agobiaban a la frágil República. Los monárquicos, profundamente irritados por el proyecto de Reforma agraria, de la que ni siquiera se había empezado a hablar en las Cortes, conspiraban descaradamente al otro lado de las fronteras, en la ciudad balneario de Biarritz, que por la condescendencia de Francia hacia las ideas reaccionarias por aquel tiempo y por su poco aprecio por la joven República española, dejó que fuera su santuario. Allí planeaba a sus anchas un golpe militar un tal general Ponte, bien relacionado con otros altos militares antirrepublicanos, como los generales Cavalcanti y Sanjurjo, para los primeros meses del 32. Con los militares reaccionarios estaban los banqueros e industriales vascos, como los Oriol o Urquijo, además de otros que traficaban con todo lo que era rentable, como el millonario mallorquín, Juan March. A esta ciudad acudían, además, con la excusa del casino y de los elegantes balnearios, las principales familias de la nobleza, como el duque de Medinaceli, el mayor terrateniente del país, junto con otros «grandes de España», como los duques de Peñaranda, de Vistahermosa o de Alba, los marqueses de la Romana, de Comillas y tantos otros que estaban dispuestos a no permitir que saliera adelante la temida Reforma agraria, y no se les ocurría otro medio que derrocar por la fuerza lo que el pueblo había traído por las urnas.

Ya estaba claro que el país, infectado de violencia y aires de insurrección, estaba dividido en tres bandos irreconciliables: por la izquierda los extremistas de la C.N.T. y la F.A.I., por la derechas los monárquicos derrotados, unidos a las grandes fortunas del país, y en el centro, cada vez con menos poder para controlar la situación, una clase de españoles que se denominaban a sí mismos como «republicanos» y que, a decir verdad, no eran sino gentes de ciudad, modestos funcionarios, empleados de cierta categoría y la mayoría de los docentes; es decir, gentes con buenas ideas pero con poca capacidad para hacer frente a la situación y para la acción directa, y menos para controlar a los que sí la tenían.

Las izquierdas radicales, anarquistas y la mayoría de los comunistas, ya habían decidido desde los sucesos de Sevilla, la estrategia de las huelgas revolucionarias, para forzar un cambio radical en el país que facilitara las tres reformas pendientes, como era la agraria, la religiosa y la militar, y no había día que en algún lugar del país no se declarara alguna. Eran dos o tres días de refriegas callejeras o en las fábricas, que se saldaba con la muerte de tres o cuatro trabajadores y algún que otro guardia civil, pero no era raro la muerte violenta de personas inocentes, como mujeres y niños, lo que caldeaba todavía más el ambiente revolucionario; nueva huelga general, y vuelta a empezar.

En Cataluña las huelgas revolucionarias terminaban con la toma de algún ayuntamiento y la declaración del comunismo libertario en toda la población, lo que traía el caos y el desconcierto, pero que no duraban más de 12 ó 24 horas, con los mismos luctuosos resultados de siempre.

En ese ambiente general la crispación entre la gente del pueblo era inevitable, y eso que allí no teníamos motivos serios para el enfrentamiento, pero no hizo sino enconar las rencillas personales, como si no fuera posible ya la armonía y la buena convivencia, y todo el mundo tuviera que estar enfrentado con su vecino, fuera por la razón que fuera.

Lo que más perturbaba a la población, ignorante y recelosa ya de todo, eran las actividades de la Casa del Pueblo, cada vez con más carácter político, donde se consolidó una célula sindical de la U.G.T. del campo, y no había líder sindical que pasara por Sigüenza que no viniera al pueblo y diera un pequeño discurso reivindicativo a sus acólitos. Juan Valiente había sido elegido presidente de la Casa del Pueblo y secretario general de la célula agraria local de la U.G.T. Se hablaba de preparar una huelga general del campo para forzar al Gobierno a llevar a término la polémica Reforma agraria, de la que se esperaban algunas mejoras sustanciales para el mismo pueblo, ya que se había podido demostrar que la renta de los campesinos, trabajando de sol a sol, no superaba las dos pesetas diarias, por culpa, en buena medida, de los minifundios y de la deficiencias técnicas de los campesinos, que trabajaban las tierras con los mismos medios que sus tatarabuelos, además de los abusos de los intermediarios que compraban sus mermadas cosechas.

Pero los males que acaecieron al pueblo ese otoño no tuvieron mucho que ver con la política, sino con la rivalidad que se estaba creando entre la familia Valiente y un rico comerciante seguntino, don Román Beltrán, propietario de una de las fincas de caza más extensa de la comarca, que ocupaba tres términos municipales, incluido el nuestro. Pero, sobre todo, y esta era la causa principal, por el enconamiento personal de su hijo con los tres hermanos Valiente, al que su familia y sus amigos llamaban simplemente «Romanín».

Era éste un joven malcriado, varón tardío de una familia numerosa, pero sólo de hembras, cuatro en total, que iban de los dieciocho a los veintitantos años. Por tanto, este Romanín no había cumplido todavía los diecisiete, pero eso no le impedía disfrutar de todo lo que se le antojaba, como el automóvil con el que hacía sus razias locales, intimidando a unos y a otros, y alborotando el pueblo a la hora que le cuadraba.

Finalizó septiembre lluvioso y desapacible. Vientos húmedos cargados de electricidad llegaban del sur y descargaban casi a diario lluvia de tormenta. Los caminos estaban enfangados y el río bajaba turbio y crecido. Amarilleaban ya las hojas de las choperas y de los olmos viejos, algunas de cuyas ramas se quebraron con las violentas ráfagas de viento. Pero esto no impedía que diera comienzo la temporada del jabalí en el coto propiedad de don Román.

Una tarde Benjamín Valiente me pidió que le ayudara a acarrear forraje a una de sus parideras, lindando con el coto de caza de don Román. Aparejamos el carro con el mulo viejo y respondón, lo cargamos de forraje, y emprendimos el camino en medio de una verdadera ventisca, que hasta el mulo renegaba. Cuando nos íbamos acercando a la paridera, vimos en el camino, allí donde se hacía impracticable y comenzaba el coto, cuatro lujosos automóviles, resguardados algunos bajo un frondoso nogal, y guardados por sus chóferes, que acertamos a ver entre los brumosos cristales. Nos saludaron por compromiso, pues no hay peor enemigo del pobre que un sirviente o un lacayo de gente rica, y supusimos que se trataba de cazadores, que aun a pesar del mal tiempo, andaban ya a la caza del jabalí. Seguimos nuestro camino penosamente y por fin llegamos a la paridera, donde ya se escuchaba el inquieto balar de las ovejas. Pese al viento, la lluvia no llegó a arreciar, y la temperatura no era mala. Empezamos nuestra tarea de acarrear el forraje y yo le tiraba los fardos al Benjamín, quien con una horca de hierro, los colocaba sobre los pesebres o los amontonaba en un altillo al que no llegaran las ovejas. Así pasamos un buen rato hasta que no quedó forraje en el carro. Todavía era temprano, se escuchaba el alegre canto de la perdiz entre los matojos y el graznido de los cuervos, volando en grupos sobre los encinares. Yo me senté a descansar sobre el pescante del carro, mientras Benjamín terminaba de colocar todo el forraje. Y fue entonces cuando se desencadenó la tragedia.




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