10. Un lamentable accidente

De pronto escuchamos un disparo que sonó casi como si el cazador estuviera a nuestras espaldas, en los alrededores de la paridera. Nos sobrecogimos temerosos de que los cazadores no se percataran de nuestra presencia y pudiéramos resultar heridos por algún disparo fortuito.

—¡Entra dentro, Andrés —me sugirió Benjamín—, no vayan los cazadores a pegarte un tiro y tengamos un disgusto, que estos cuando van tras el jabalí no miran dónde disparan!

Yo me asusté y seguí su consejo, pero me sobresaltó escuchar un ruido de hojas secas, como si alguna bestia hubiera pasado cerca de la casa, huyendo sin duda de los cazadores. Al no escuchar más ruidos no le presté más atención y me alegré por el animal, porque había conseguido zafarse de sus perseguidores. Entré en la paridera y terminé de ayudar al Benjamín en su tarea de acomodar el resto del forraje. El portón de madera de la puerta batía contra los muros por el viento, pero no nos percatamos que uno de esos golpes no había sido del viento, sino del mismo hijo de don Román, que armado de una escopeta de caza y jadeando por la carrera, había entrado de improviso y golpeado la puerta con violencia, como si esperase encontrar algo que andaba buscando detrás de la puerta. Al vernos, se le demudó el rostro, quedó como paralizado, plantado con su habitual arrogancia en medio de la puerta, sin saber qué decir ni cómo reaccionar.

Benjamín se sobresaltó también y se sonrojó violentamente, empuñando la horca amenazante con la que acaba de colocar el forraje. Al cabo de unos tensos instantes, el Romanín le gritó con tono destemplado:

—¿Dónde está el bicho?

—¿Qué bicho? —replicó el Benjamín empuñando con más decisión la horca.

—¡El que se ha escondido aquí, y que lleva un tiro de escopeta, por lo que ya debe estar muerto!

—¡Aquí no ha entrado ningún bicho, y si lo hubiera hecho aquí se queda, que ésta no es tu propiedad, con que ya te estás largando por donde has venido!

—¡No empecemos con las chulerías, dime dónde se ha metido, lo remato y me lo llevo, que ése viene de nuestro coto!

—¡He dicho que aquí no ha entrado ningún animal más que las ovejas, que ya las estas molestando, con que, arrea y vete para tu coto! —replicó Benjamín, ya con tono amenazador.

El Romanín no estaba acostumbrado a ser tratado de aquella forma y pareció no estar dispuesto que ésa fuera la primera vez.

—Parece que no te has dado cuenta de que tengo una escopeta y soy ligero de gatillo, sobre todo con muertos de hambre como tú. Haz lo que te mando y saldrás con bien de ésta. ¿Dónde está el bicho?, ¡y no lo vuelvo a repetir!

La tensión entre ambos jóvenes creció y yo no tenía agallas para intervenir, que apenas me salía la voz de la garganta, hecha un nudo atenazado por la tensión del momento. El Romanín empuñó la escopeta amenazante y el Benjamín levantó la horca con la misma actitud.

—¡No tienes agallas de apretar el gatillo! —dijo el pequeño de los Valiente, haciendo un auténtico alarde de sangre fría—. ¡Sé que andas buscando una excusa para desgraciarnos! Pero te advierto que si me disparas, que sea un tiro mortal, porque con lo que me quede de resuello te ensarto como a un fardo, ¡y ahí te quedas conmigo!

El Romanín se sobresaltó por la resolución del Benjamín, lo que demostraba que no era tan valiente como solía presumir, siempre en grupo y bien arropado de matones y lacayos. Tragó saliva, e hizo ademán como de responder, pero era tal su miedo que no pudo articular palabra. Entonces retrocedió sin volver la vista atrás, pendiente de los movimientos del Benjamín, que le amenazaba con la horca, con tan mala pata que pisó una vieja hoz, que se le enredó en los pies y cayó de espaldas, clavándosela en la nalga, pues se había vuelto la punta hacía arriba al pisarla por el mango de madera. Lazó un terrible grito de dolor, soltó la escopeta y se volvió sobre la herida como un animal al que le hubieran disparado, sin dejar de soltar alaridos de dolor. Benjamín y yo no sabíamos qué hacer, porque comprendimos rápidamente lo delicado de la situación, pues nadie nos iba a creer si íbamos con el cuento de que había sido un accidente.

—¿Qué hacemos, Benjamín? —le pregunté angustiado.

—¡Qué se yo! ¡Se lo tiene bien merecido por matón, pero nos la cargaremos nosotros!

Permaneció unos instantes inmóvil y pensativo, arrojó después la horca que todavía empuñaba y cogiéndome del brazo, me arrastró fuera de la paridera.

—Vamos corriendo a advertir a los chóferes, que se lo lleven cuanto antes a que lo curen donde sea, ¡después ya veremos!

Corrimos sendero abajo hasta llegar a los coches sin ver a ningún cazador, pues al parecer no escuchaban los gritos de dolor del Romanín porque éste debió de alejarse del grupo persiguiendo al jabalí. Al llegar a los coches, les gritamos desde el mismo camino:

—¡Oye, tú, ves arreando a la paridera que hay en este camino, que tu señorito ha tenido un accidente! ¡Pero deprisa que puede ser grave!

Alarmados, los chóferes echaron a corren hacia donde les habíamos indicado y nosotros hicimos lo mismo, pero en sentido contrario, en dirección al pueblo.

—No perdamos tiempo, que si éstos se espabilan, en el coche lo llevarán rápido al hospital de Sigüenza. Ve tú a mi casa en busca de mis hermanos, que yo te espero escondido en la peña grande, la que hay junto al molino. Cuéntales lo que ha sucedido y que me digan qué debo hacer.

Corrí tanto cuanto pude y al llegar al pueblo me enteré de que Juan y Damián estaban reunidos en la Casa del Pueblo con un grupo de afiliados a la U.G.T. Llegué casi sin aliento y les puse al corriente de los trágicos sucesos. El mayor de los hermanos dio un puñetazo sobre la mesa y exclamó casi para sus adentros:

—¡Tenía que pasar; si estaba de ley que tenía que pasar!

Los compañeros no osaron preguntar nada sobre lo sucedido y permanecieron en silencio, porque el mayor de los hermanos estaba tratando de no perder la calma, reflexionar fríamente y buscar una solución a tan delicado problema—. ¡Nadie le va a creer y lo meterán a la cárcel, sino lo matan a palos antes! ¡Tiene que irse del pueblo inmediatamente, hasta ver en qué queda el asunto!

Le dije dónde se escondía y salimos precipitadamente hacia su casa. Recogió un morral donde puso apresuradamente cuanto vio comestible, una bota de vino, lo lió todo con una gruesa manta y sin tiempo para atarla debidamente, salimos corriendo hacia el molino. Al salir del pueblo por el sendero del río vimos pasar velozmente por el camino de Sigüenza a uno de los coches, que al parecer llevaba al hijo de don Román, pero no debieron de haber alertado a los cazadores o no sabían dónde se encontraban, porque no vimos ya más movimiento de gente ni de automóviles.

—¡Yo me voy con él, Juan! —dijo el Damián sin dejar de correr sendero abajo—. ¡No voy a dejarle por ahí solo por esos montes huyendo de la Guardia Civil, que es muy tierno y no sabrá valerse por sí solo!

—¡Sea, qué le vamos a hacer! —respondió el mayor con un gesto de resignación, apresurando todavía más el paso— Esta es la desgracia de nuestra familia y no saldremos ya con bien. ¡Cuantos menos quedemos en el pueblo menos tendrán para vengarse! Marcharos de la comarca; a Barcelona, que allí no os ha de faltar trabajo. No andéis por la carretera sino por el monte a través. No paséis por el túnel, que ahí os pueden atrapar. Cuidado con la pareja de Torralba, y al llegar a Arcos rodear el pueblo, que allí hay un destacamento importante de guardias y ya estarán avisados. Andar de noche y recelar de todos, que no están los tiempos para confiarse de nadie. Ya en Aragón, podéis tomar algún corto, pero nada de correo o rápidos, coger los que van a Calatayud y a Zaragoza, pero mejor viajar en ómnibus, que se pasa más desapercibido —le entregó una pequeña bolsa de cuero, desgastada y brillante por el roce, y les volvió a advertir—: Toma, esto es todo el dinero que había en la casa. Ya venderemos algo con lo que salir adelante, y andaros con cuidado con carteristas y gente que os vengan con regalos y gangas, ¡que no os estafen lo poco que tenéis!

Al llegar al molino no vimos al Benjamín en el lugar previsto, lo que nos alarmó, temiendo lo peor, pues vimos pasar otros dos coches velozmente por el camino de Sigüenza, sin que por el momento se detuvieran en el pueblo, por lo que dedujimos que el padre estaba más preocupado por la salud de su hijo que por la venganza, ¡que tiempo tendría para ello!

—¡Benjamín, Benjamín, que somos nosotros! —le llamaron los hermanos a media voz, temerosos de que alguien andara por el molino y pudiera descubrirlos

Al cabo de unos angustiosos instantes escuchamos un siseo que venía de debajo del pequeño puente que cruza el canal del molino, y la voz queda del menor de los hermanos:

—¡Estoy aquí, debajo del puente!

—¡Sal sin miedo, Benjamín, que no hay nadie y tienes que apurarte a escapar del pueblo!

Asustado, cansado y con los pantalones empapados, porque había tenido que meterse en el agua, apareció el Benjamín de entre los zarzales que bordeaban el canal.

—¡Lo siento, Juan, pero yo no he tendido la culpa! Entró en la paridera con la escopeta y…

—Déjate ahora de explicaciones que ya lo sé todo, pero no esperes que te crean. Dirán que le has pinchado tú y no hay quien te libre de la cárcel. Te irás con Damián, a Barcelona, hasta que se aclare todo, si es que se aclara, que no lo creo.

—¿Y madre; qué ha dicho madre?

—¡No lo sabe todavía, que andaba con padre y la Inés en el huerto cogiendo judías! ¡Ya se lo diré yo, y que sea lo que Dios quiera, que entre unos y otros la mataremos a disgustos!

Benjamín bajó la cabeza avergonzado, como si fuera el culpable de lo sucedido, pero el mayor le alentó con una fuerte palmada en el hombro:

—¡No te arrepientas de nada, Benjamín, que tú no tienes la culpa! Esto ya se veía venir y madre lo entenderá, que parece haber nacido nada más que para sufrimientos, ¡como nacemos todos los pobres! Pero esto se va a acabar, y pronto, que no aguantamos humillaciones y mofas para nada, pero hay que organizarse y luchar con sentido común... ¡Anda, marchar a Barcelona y demostrar lo que valéis! No hagáis de menos el trabajo que os manden, que se empieza por poco pero con tesón se consigue mucho. No escribáis hasta que pasen dos o tres meses, por Navidad; para que madre tenga alguna alegría, que ya estoy seguro de que os irá bien, que gente honrada y trabajadora la quieren en todas partes, y más en esa buena tierra catalana... ¡Andando, marchar ya y dejaros de lamentos!

Los tres hermanos se miraron sin mediar más palabras, se echaron al hombro la manta y el morral, y, al cabo de unos instantes, emprendieron el camino en dirección al puente.

—¡Por ahí no; por el monte!

De pronto, el Benjamín se volvió sobre sus pasos y se abrazó a su hermano mayor, y si no fuera porque no veía su rostro hubiera dicho que estaba llorando. El mayor le palmeaba en la espalda y a duras penas podía contener también él las lágrimas. Finalmente, se separaron y los dos hermanos emprendieron la marcha por el lado de los encinares, cargando cada uno con parte de los pocos enseres que habíamos podido recoger de la casa. Antes de separase, Juan se quitó su zamarra y se la puso sobre los hombros del hermano menor. Yo hice lo mismo, y le di mi abrigo al Damián

—Esta noche refrescará… —le dije para que lo aceptara.

—¡Gracias, Andrés!…. Ah, y cuida bien de la Inés. Y si os queréis... ¡a mí no me importaría que fuéramos cuñados!

Yo sonreí la ocurrencia y asentí con la cabeza, algo azorado porque no sabía que los hermanos estuvieran al corriente de nuestro noviazgo.

Se alejaron con paso ya más decido y pronto se ocultaron tras los encinares. Juan los vio marchar en silencio, levantando un par de vez el brazo haciendo gestos para que aligeraran el paso. Después, siempre en silencio, emprendimos el regreso al pueblo y el Juan cambió una significativa mirada conmigo, como si me pidiera disculpas por no dirigirme la palabra, pero la emoción y la tristeza le hacían enmudecer.

Por suerte la tarde despejó, y ya en el crepúsculo se colaron algunos rayos de sol entre las densas nubes, iluminando las crestas de los cerros. Cuando regresamos al pueblo, como era de esperar, ya había una pareja de la Guardia Civil apostada en la puerta de la casa de los Valiente, y otra se dirigía a la Casa del Pueblo. Los ventanucos de las casas estaban entreabiertos y las viejas escudriñaban la calle, sin atreverse a hacerse muy visibles. Ya todo el pueblo sabía lo sucedido, que daba por muerto al hijo de don Román, y corría la voz de que el asesino no se libraría del garrote vil.




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