7. Tiempo de siega

Dieron comienzo las faenas de la siega y el ambiente hubiera sido casi festivo de no ser por los trágicos sucesos de Sevilla, que comenzaron ya el 18 de julio, y que volvieron a traer al pueblo el malestar y el ambiente tosco y desconfiado. «Gracias a Dios que aquí no tenemos gente de la C.N.T., que parece que no les cuadra el orden y no quieren más que armar gresca», comentaban los campesinos en los campos durante la siega. «Si con tiroteos y maldades no se arreglan las cosas. Si no están conformes pues que lo manifiesten, pero en orden y sin armar algarabías». «Es por culpa de ese médico anarquista, Vallina o como se llame, que va a conseguir que nos matemos unos a otros con eso de la revolución. ¿Es que no hemos tenido ya poca revolución con la República? ¡Si no han hecho más que empezar los diputaos y ya les están pidiendo el oro y el moro!». «¡Que este país no está todavía pa’repúblicas! Ni lo estará hasta que cada familia no tenga asegurado el sustento; su hogaza de pan y su matanza, y para eso lo principal es el orden, tal y como expresa don Gregorio, con más argumentos y elocuencia que la mía».

Lo cierto era que las cosas no empezaron bien para la nueva República, no sólo por los muertos, tanto de obreros como de guardias civiles, que los hubo en buen número, sino por la incapacidad del Gobierno para controlar la situación, que se les escapaba de las manos. Había ya quien hablaba de «guerra civil», y hasta tuvo que intervenir el Ejército, provocando todavía más muertes innecesarias.

Nuestro sembrado ya estaba para la siega, pero como cada año la labor la realizarían mis tíos, con la poco eficaz ayuda de mi deteriorado padre. Yo no había aprendido a segar. Por alguna razón mi padre no estaba interesado en que lo aprendiera, le bastaba con que sacara las ovejas al campo y realizara con poca destreza y apaño, las cuatro labores de la casa.

Los que sí empezaron las labores fueron los hermanos Valiente, ayudados por la Inés, que ataviada para las circunstancias, tocada de un amplio sombreo de paja, recogía las brazadas de mies amontándolas para que fueran cargadas en el carro, tirado por un mulo viejo y testarudo, que manejaba el padre, sobrio pero con notoria torpeza, para llevarlas hasta la era cercana. De vez en cuando, apoyado sobre la cadera, llevaba un botijo con agua recalentada a los hermanos para que se refrescaran, porque aquel mes de julio fue extremadamente caluroso y seco.

Para estar cerca de ella llevaba el ganado a pastar por el rastrojo que dejaban los hermanos Valiente tras de la siega de la mies. Aunque era poco los que los animales podía aprovechar, siempre encontraban algún cardillo tierno o matorral de hierba fresca.

—¿Por qué no andas en la siega, Andrés? —me preguntaba extrañada Inés.

—No lo sé, mi padre no quiere que me ocupe de esa labor; sus razones tendrá.

—Será que no te ve todavía buen mozo para la hoz.

—Será eso, pero si me pusiera lo haría tan bien como cualquier otro.

Una mañana aparecieron en el pueblo otra vez los jóvenes del Casino de Sigüenza, que ociosos y sin otra cosa mejor que hacer, recorrían las tierras de sus padres para ver cómo estaba la labor y si las cuadrillas cumplían con lo acordado. Circulaban con el coche por los caminos entre los sembrados, levantando una gran polvareda, haciendo sonar la bocina y llamando la atención de los campesinos. Al llegar a donde estaban los hermanos Valiente, detuvieron el coche, descendieron y desde el borde del sendero empezaron a comentar los sucesos de Sevilla, casi a gritos con la clara intención de provocar de nuevo a los hermanos.

—¡Aquí no tenemos anarquistas, porque al primero que aparezca le medimos las costillas a correazos! Y a los socialistas, que se anden con cuidado, porque los tenemos vigilados. Inés se asustó y rogó a los hermanos que no respondieran a la provocación.

—Estate tranquila, hermana, que ya sabemos a lo que vienen. Cuando se cansen de rebuznar se irán con viento fresco, a molestar a otros, que no tienen nada mejor que hacer en todo el verano.

Pero los jóvenes no dieron por terminada su provocación y sacaron una botella de coñac del coche, se la pasaron de unos a otros y, provocadores, le ofrecieron con gestos un trago al padre de los Valiente, porque ya sabían su afición por la bebida. El padre parecía temblar, y estaba indeciso, frotándose las manos sudorosas en el calzón, cambiando significativas miradas con sus hijos, pero afortunadamente estaba lo suficientemente sobrio como para evitar la provocación. Por un momento pensé que habría pelea, porque los hermanos dejaron de segar y permanecieron tensos e inquietos, pendientes de la decisión del padre. Cuando vieron que rechazaba la invitación y volvía a las tareas de la siega, llevando el carro a otros montones de mies, se relajaron y volvieron a lanzar la hoz, pero con tanta furia e indignación que caían las brazadas con el doble mies que de normal.

Los jóvenes se encogieron de hombros, riéndose entre ellos y pasándose de nuevo la botella de unos a otros, y cansados de la inutilidad de sus provocaciones, volvieron a montar en el coche y continuaron su marcha hacia sus propias tierras de labor. Yo respiré aliviado, porque de haber pelea no me hubiera quedado más remedio que intervenir en ayuda de los hermanos Valiente, pero sabía que aquellos jóvenes solían llevar pistolas y una pelea podría terminar con muertes. Además, llegados a las manos, los hermanos Valiente tampoco se estarían a contemplaciones. Tal vez por eso ambos no iban más allá de las provocaciones, pero evitaban las peleas.

—Deberíamos denunciar estas provocaciones a la Guardia Civi o un día tendremos un disgusto serio y nos echarán la culpa a nosotros —comentaba inquieto el menor de los hermanos.

—¿Y quién han dicho que lo que hacen sea un delito? Todo el mundo puede opinar lo que le venga en gana, lo mismo podríamos hacerlo nosotros. Éste ya es un país libre, ¡que para eso se han ganado las elecciones!

—Pero, ¿y las amenazas?, ¿y las rechuflas? ¿Es que no somos hombres para tener que aguantar los caprichos de estos señoritos?

—Déjalo ya, Benjamín —le cortó el Damián—, ¿crees que la Guardia Civil está para defender a tres muertos de hambre? ¡Déjalos en su cuartel, que el día que salgan habrá muertos en este pueblo!

—Algo habrá que hacer, si no estos pollitos se nos subirán encima de las narices y nos harán la vida imposible… —comentó el mayor casi a media voz.

—¡Lo que habría que hacer es como en Sevilla, una buena revolución y acabar de una vez con estos señoritingos y sus malas artes, que son la gangrena del pueblo! ¡Hay que extirpar el mal de raíz o no se cura! —comentó airado el menor.

—¡Y vuelta con tus ideas revolucionarias, Benjamín! ¿Es que no tenemos ya bastantes provocaciones para que todavía les vengas tú con ésas? Sólo faltaba que te escucharan decir por ahí que estás con los anarquistas para que los tuviéramos aquí cada día, ¡pero armados con pistolas! ¡Anda, calla y aguanta, que las cosas cambiarán cuando menos se lo esperen!

Confieso que me sentía impotente e indignado, porque no comprendía como gente de tan buen juicio y honradez tenía que soportar aquellas burlas y amenazas. Por eso, a la par que arreaba las ovejas, no dejaba de pensar que si los sucesos de Sevilla no se calmaban y cundía el descontento, no pasarían muchos meses sin que también en nuestra tierra nos viéramos obligados a plantar cara a tanta chulería y nos viéramos también envueltos en violencias.

El cumpleaños de Inés

Inés cumplió 15 hermosas primaveras precisamente el 15 de Agosto, coincidiendo con la Virgen, por eso le compré la medalla, pero todavía no la había hecho bendecir, tal y como me recomendó la gitana. Lo que sucedía era que no veía en don Gregorio el talante y disposición adecuada para aquella importante labor. No me parecía un cura honrado, sino partidista y hasta mal intencionado. A mi entender, no miraba bien por los del pueblo, sino que estaba claramente del lado de los señoritos de Sigüenza. Por eso estuve esperando otra oportunidad, por si me encontraba con otro cura que me fuera más simpático.

No sucedió, por lo que tenía que entregarle la medalla aun sin haber sido bendecida. Se me ocurrió que podíamos bajar a las fiestas de Sigüenza, que coinciden con la Virgen y su patrón, San Roque, donde seguramente que no nos faltaría la oportunidad. Pero los hermanos Valiente creyeron conveniente, tal y como estaban las cosas, no bajar a Sigüenza y evitar posibles provocaciones.

Así es que dispusimos vernos otra vez en la poza del río, pero a plena luz del día, para bañarnos y pasar allí la tarde, junto con otros muchachos y muchachas del pueblo, para no levantar sospechas.

Bajamos unos cuantos chicos y chicas, pero una vez en la poza, la mayor parte decidieron marchar a Sigüenza, para disfrutar de sus fiestas y, finalmente, nos quedamos solos los dos, como la primera noche, con la extrañeza de los otros chicos y chicas que lo interpretaron como era de esperar.

—¡Si yo fuera tú, Inés, no me fiaría del Andrés, que tiene aires de curilla pero te come con la mirada!

—Que no mujer, que es más bueno que el pan! Es que mis hermanos me han prohibido bajar a Sigüenza, por si hay líos con los señoritos del Casino, que la tienen tomada con nosotros.

Inés se quedó desconsolada y triste, porque era el primer año que se perdía las fiestas de Sigüenza, que por ser las de agosto, eran sonadas y con mucho despilfarro de cohetes, verbenas, música en la alameda con la banda municipal en el templete, carreras de bicicletas, de sacos, cucañas en palos engrasados con una jamón para el ganador, y sin que faltaran las procesiones de San Roque, sobre todo la más concurrida de todas, que llamaban «Procesión del Rosario de los Faroles», que salía al atardecer de la catedral entre cánticos y rezos, y que con gran solemnidad recorría las calles de la ciudad, que parecían enmudecer para escuchar la letanía del rosario que se rezaba durante su recorrido. Para poner buen final y dejar a los críos sin aliento, estaban los fuegos de artificio de la última noche, con castillos de fuego en la alameda. Cuando los encendían, la alameda entera se veía envuelta en una nube de polvo y humo de los cohetes, con un intenso y agobiante olor a pólvora, mientras ríos de fuego blanco surgía a borbotones de los caños giratorios de los castillos, para terminar con una serie de estruendos atronadores que hacía temblar el suelo y provocaba el griterío de la canalla. Cuando callaban los fuegos, la gente parecía retomar el aliento y aplaudía entusiasmada.

No cabía un alfiler en la alameda durante esa semana grande de fiestas populares, y las muchachas, engalanadas con guirnaldas y toda clase de tocados, recorrían cogidas del brazo de arriba a bajo el paseo central, provocativas y alegres, como si se dieran licencia para hacer pequeñas maldades, pero que confesarían sin falta pasadas las festividades.

Eran fiestas de reunión familiar, y buena oportunidad para mostrar al pueblo los últimos adelantos en tenderetes a lo largo de la amplia avenida. En una plazoleta, al final del paseo, el mayor comerciante local y distribuidor en nuestra comarca de los primeros automóviles americanos que llegaban a España, exhibía sobre una tarima de madera un flamante coche para los más afortunados del pueblo, no más de media docena, incluidos el notario y el boticario, y que a duras penas podía mantener fuera del alcance de las travesuras de los chiquillos.

Yo intenté consolar a Inés como mejor pude:

—¡Otro año será, Inés, que esta situación no durará siempre! — y saqué mi pequeña medalla, envuelta en papel de cebolla, entregándosela a cambio de un beso de agradecimiento. Ella me lo dio sin esperar a abrir el pequeño paquete, pero cuando vio el contenido quedó algo desconcertada.

—¿Para mí? —preguntó extrañada— ¡Pero si yo no soy muy devota de nada, para serlo de la Virgen!

La gitana llevaba razón y el regalo no fue muy acertado. Pero Inés no quiso herir mis sentimientos y se lo colgó sin demasiado entusiasmo. Además, era evidente que se trataba de una bisutería de dos reales y, para colmo, sin bendecir.

No estábamos para amoríos, y amustiados nos tendimos en el pradillo, agostado por los calores tórridos de aquel verano. Cuando el sol se puso, emprendimos el regreso al pueblo, meditabundos y cansinos.

—¡Tengo miedo, Andrés! Tengo miedo de que les pase algo a mis hermanos. Esos señoritos de Sigüenza no traen buenas intenciones y me temo que esto acabará en alguna desgracia —me confesó de pronto Inés, cogiéndome fuertemente de la mano.

—¡Mujer, no seas pesimista!, que tus hermanos ya tienen juicio y sabrán lo que tienen que hacer.

—¡Ojala te oiga esta virgen que me has regalado, que a ti a lo




mejor te hace más caso que a mí! —terminó diciendo, apretando con la mano libre la modesta imagen contra su pecho.

No era yo la persona adecuada para consolarla, porque en mi interior tenía el mismo presentimiento, y los hechos no tardaron en darme la razón.


Comentarios