4. El retorno de las golondrinas

Pasó el mes de abril con más de un sobresalto, pero en el pueblo, ocupados con las tareas propias de la primavera, la gente no volvió a preocuparse más de la política. El día 16 bajamos la mitad del pueblo al apeadero del tren, porque nos habían dicho que en el rápido de Barcelona de las cinco de la tarde venía medio Gobierno provisional, que se había exiliado en París tras la dictadura. Creo que eran Indalecio Prieto, Marcelino Domingo, Martínez Barrio y Martínez de Aragón, a quién el destino le traería otra vpor nuestra tierra durante la Guerra Civil. Eran, por tanto, gente destacada y que habían sufrido persecución por sus ideas republicanas y merecían un reconocimiento público. Así es que armados con banderas tricolores, hechas de papel pegadas en carrizos, bajamos en procesión por el sendero del río Henares en una tarde casi veraniega y reluciente. Cantábamos sanjuaneras porque era lo único que sabíamos cantar al unísono y nadie sabía nada de canciones republicanas. La verdad es que la mitad del cortejo lo formaban chiquillos desarrapados, para los que no había otra ocupación que tirar piedras a los perros y ayudar, cuando llegaba el caso, en las tareas del campo. A las cinco el tren no apareció. Dieron las seis y el tren seguía sin aparecer por la curva del túnel que lleva a Torralba. Lo que pasaba era que fueron tantos los homenajes que les dispensaron a lo largo del trayecto que el maquinista se vio más de una vez obligado a detener el tren para no atropellar al personal. Algo desconsolados y defraudados, con la mitrad de las banderas rotas o despegadas, ya estábamos decididos a volver al pueblo cuando se escuchó el silbido de la locomotora como era habitual al pasar por el cruce del camino a la salida del túnel. Los chiquillos se alborotaron y el «Tejero» tuvo que emplearse a fondo para que la canalla permaneciera pegada a la barandilla, en el extremo del andén.

¡En orden y pegados a la barandilla, que el tren no para y os puede absorber el rebufo! Cuando aparezca el tren, agitar bien las banderas y, todos a una, a gritar «¡Viva la República!», ¡que se escuche hasta en Madrid!

El tren pasó y los chiquillos se desgañitaron gritando sin orden ni concierto su «Viva la República», pero no debieron ni enterarse de nuestra presencia, porque pasó velozmente dejando un rastro de vapor y carbonilla, que más de un chiquillo tuvo que escupir para no atragantarse. El tren llevaba dos grandes banderas republicanas en la locomotora que se agitaban con violencia y que ya estaban algo deshilachadas. Los críos se quedaron algo confusos y desilusionados, pues esperaban algún obsequio de gente tan importante, pero les compensó la visión siempre imponente de un tren de vapor, engalanado, además, con banderas tricolores.

—¡Hala, cada uno a sus tareas que ya hemos cumplido con nuestro deber de buenos ciudadanos! —les sermoneó el «Tejero», con su permanente sentido político de la existencia.

Pero el mes de abril trajo nuevas e importantes novedades a nuestro pueblo. Tal y como había prometido, don Manuel renunció a la alcaldía por negarse a jurar fidelidad a la nueva República, y ésta pasó al candidato opositor, al frente de una comisión gestora, hasta que, una vez promulgada la nueva Constitución, se volvieran a celebrar nuevas elecciones municipales. Así es que para últimos de mes el «Tejero» era ya «don Genaro Martínez», y la gente dejó de apodarle el «Tejero» porque parecía que rebajaba la importancia y solemnidad que debe tener un alcalde, aunque fuera de un miserable pueblo de seiscientos habitantes. El día de la jura el nuevo alcalde pronunció un discurso a los más de cien paisanos que llenaban la sala de actos del Ayuntamiento que nos dejó una idea de cómo era el nuevo espíritu de la joven República.

¡Pan y cultura! Lo primero es la educación: ni un analfabeto o analfabeta en este pueblo; ni un niño sin colegio ni un enfermo sin médico ni un viejo sin atención, y quien no esté por la labor será reprendido y avergonzado por sus propios paisanos. Porque el pueblo no es de nadie, sino de todos, y todos somos responsables de lo que pase en el pueblo.

Tanto buen juicio en un sencillo oficial alfarero sorprendió a los propios y extraños. Hasta los monárquicos asentían y se congratulaban de tan buenas intenciones. «Eso es lo que le faltaba a don Mariano, voluntad para ocuparse de los chiquillos y los viejos, que no pueden estar todo el día detrás de las liebres o haciendo diabluras». «No empieza mal el Genaro, pero ¡a ver de dónde sacará las perras para tantas maravillas!». «Pa’mí que los socialistas no son tan malos como los comunistas. A ver si al final va a ser mentira todo lo que nos ha metido el cura en la cabeza sobre estos rojos y ateos».

El primero de mayo el «Tejero» convocó a los del pueblo a una «Fiesta del trabajo», donde habría discursos y baile. Trabajadores asalariados en el pueblo no había muchos, todo lo más una veintena de peones, miembros de familias numerosas que no podían ocuparse en el laboreo de sus propias tierras y hacían lo que surgiera y supieran hacer, que no era mucho y tampoco eran muy hábiles en nada. Pero el «Tejero» tenía un profundo sentido de la historia y no quería dejar pasar aquella solemne fecha sin complementarla como era debido. Además, estaba previsto poner la «primera piedra» de las obras de la nueva «Casa del Pueblo». En realidad se trataba de rehabilitar, con nuevo encalado, ventanas, puertas y una buena mano de pintura en la fachada, una vieja casona abandonada tras la muerte de su último propietario y sin herederos conocidos, por lo que fue expropiada para uso público. Los monárquicos protestaron y amenazaron con denunciar el caso ante los juzgados de Guadalajara, pero por pereza o desinterés pronto se olvidaron del tema y dejaron que prosiguieran las obras de remodelación. El tabernero también protestó, porque le habían ido con el cuento de que en la Casa del Pueblo iban a dar el chato de vino por cinco céntimos, cuando él lo vendía a diez, y que, además, servirían gaseosas con sabor a frutas, para que los chiquillos no se hicieran al vino en tan temprana edad. Pero tampoco llegó la sangre al río.

En la planta baja se tenía proyectado un centro social, con una pequeña tarima a modo de escenario, donde estaba previsto ofrecer sesiones de teatro, como las que se ofrecían en la otra Casa del Pueblo de Sigüenza, y si llegaba el presupuesto, traer de vez en cuando un cinematógrafo, pero tenían el problema de la luz eléctrica. No obstante, también estaba ya en tramitación traerla, tendiendo una línea desde el «Salto Pepita», una pequeña central eléctrica a orillas del Henares, siquiera para iluminar la plaza del pueblo, el Ayuntamiento y la nueva y flamante Casa del Pueblo, y si el cura se avenía a dar su bendición a la nueva casa, también para la iglesia.

En la segunda planta, se instalaría una escuela de adultos, una consulta que tendría un médico una vez a la semana, y un pequeño cuarto para un asistente social, que de tanto en tanto vendría para asesorar sobre jubilaciones, pleitos de tierras con el Estado o terratenientes, y ponerles al corrientes de los nuevos derechos, sueldo mínimo, pago por jornadas de siega, etc., pero sin olvidar leerles también sus obligaciones.

Pero lo más sorprendente fue que Inés, apenas una analfabeta unos meses antes, se hiciera cargo de la escuela, donde se supone que ella misma debía enseñar a leer y escribir a quien lo quisiera. La verdad es que había progresado mucho desde que comenzara a ir a la escuela, y sobre todo su buen talante y disposición de ánimo era el mejor reclamo para que otras mozas de su misma edad se animaran a acudir a sus clases vespertinas. Yo me vi en el humillante dilema de decidir si acudiría a sus clases, sabiendo que no tendría piedad de mi ignorancia y me trataría todavía peor de lo que solía hacer habitualmente, y en presencia de los demás. Pero no podía dejar pasar aquella oportunidad y, por otro lado, aquel inesperado cargo docente también supuso para Inés un cambio radical en su carácter. Se hizo más pausada, paciente y hasta maternal. Hablaba con lo chiquillos del pueblo como lo hace una maestra de escuela, argumentándoles casi con caricias la necesidad de la educación y la inutilidad de andar por ahí todo el día cogiendo nidos y apedreando perros.

Para ayudar en las tareas una maestra profesional vendría de Sigüenza una vez a la semana, comprobaría los cuadernos de caligrafía, propondría los ejercicios y revisaría las cuentas, además de traer paquetes de cuadernos de caligrafía, tablas de multiplicar y algún libro de letras grandes y claras para las primeras lecturas.

Se pusieron cadenetas en la plaza, algunas mesas cubiertas de manteles cuadriculados, rojos y azules, dos tinajas de considerable tamaño, una con vino de Aragón, pero algo rebajado con agua fresca del mismo chorro de la fuente pública, para que no causara problemas, y otra con un jarabe de zarzaparrilla, dulzón y empalagoso, para las mujeres y los niños, ya que desde que llegaron los socialistas estaba mal visto dar vino a los niños, y menos en público.

Al medio día comenzaron los actos oficiales, consistentes en la lectura de un breve discurso a cargo del secretario del Ayuntamiento, ya que el «Tejero» no era muy buen orador, a parte de su destreza para los «vivas», ilustrando al pueblo sobre el origen histórico del «Primero de Mayo». Pero antes de que concluyera los mozos ya estaban pidiendo al dulzainero que empezara la fiesta.

«¡Que manera de perder el tiempo! —comentó el secretario con el «Tejero», doblando cuidadosamente el papel con la reseña, para la que se había tomado un gran trabajo copiándola a mano de una enciclopedia de la biblioteca municipal de Sigüenza—. ¡Donde las cabezas están hechas para llevar la boina no les vengas con monsergas de la historia!»

La fiesta se animó y se bailaron jotas y fandangos, unos con más destreza, otros con menos, por no ser muy populares en la comarca; se bebió el vino aguado que estaba destinado para la ocasión, y los chiquillos, como siempre, haciendo todas las travesuras y maldades que les venía a su fértil imaginación. Tal vez fuera en esa fiesta donde yo me di cuenta de que mi infancia estaba ya más que concluida, pues en ningún momento se me ocurrió unirme a ellos en sus travesuras, antes al contrario, por primera vez censuré sus perversiones, y hasta me vinieron deseos de darle algún sopapo a alguno de ellos.

Como no había costumbre de una festividad tan novedosa, y ni siquiera habría procesión, la gente del pueblo se fue retirando tan pronto como se terminó el vino y la zarzaparrilla, y hasta los músicos se enmustiaron, porque faltaban los cohetes y las cucañas, algo imprescindible en toda verdadera fiesta. El nuevo alcalde, presidiendo con dignidad la aguada verbena, comentó con el secretario.

«Es cuestión de tiempo, ya se irán haciendo a la costumbre». A lo que replicó el secretario: «¡Es que las fiestas políticas no son verdaderas fiestas, y menos sin santo ni procesión!» Por supuesto que don Gregorio no apareció por el pueblo, lo que evitó los consiguientes roces protocolarios.

Pero el lunes 11 nos llegaron noticias alarmantes de Madrid, donde masas de incontrolados, al parecer favorables a la nueva República, habían quemado las Carmelitas de Ferraz, y varios conventos de la ciudad, desde Chamartín a Cuatro Caminos, y no contentos, habían prendido fuego también a varias iglesias. Por fortuna no se habían producido víctimas entre los religiosos, pero la noticia cayó en el pueblo como un verdadero jarro de agua fría y supuso el fin de la buena disposición del pueblo para la «Niña bonita», como era corriente denominar a la nueva República, pues los temores de que ésta traería violencia, sobre todo para la Iglesia y sus miembros, parecía que se confirmaba. Yo recordé mi conservación con don Gregorio y se me volvieron a erizar los cabellos, y otra vez el temor me caló hasta los huesos.

Por la noche se escucharon comentarios en la taberna que agravaban más el tenso ambiente que se había creado. «¡A ver si estos rojos del pueblo se les ocurre quemar también la iglesia del pueblo y tenemos que volver a sacar las escopetas del Somatén!»

Las noticias del día siguiente no fueron mejores, sino todo lo contrario. Alguien trajo un ejemplar de «El Debate», en el que se culpaba a la misma República y a su Gobierno provisional directamente de las quemas, y proclamaba la necesidad de la reinstaurar la monarquía para asegurar otra vez la paz y el orden en el país. «El Tejero» trajo varios periódicos de «El Socialista», con su propia versión de los hechos, en que se decía que todo había sido una provocación de los monárquicos, que no admitían el nuevo régimen, yque no había que exagerar con el número de conventos quemados, pero sea por morbosidad o con intencionalidad, los de la taberna no le prestaron la mínima atención y creyeron la versión del periódico conservador.

Al día siguiente las cosas todavía fueron a peor, y ya era en media España donde ardieron iglesias y conventos, sobre todo en el sur, donde además se produjeron los primeros enfrentamientos serios con la Guardia Civil, y si ésta intervenía siempre había muertos o heridos, que no estaban para sermonear, sino para disparar a quien se desmadraba.

En todos esos días no apareció don Gregorio por el pueblo y yo temía que el domingo se podría liar alguna seria en la iglesia, porque el ambiente contra la nueva República ya estaba muy caldeado y don Gregorio no tenía pelos en la lengua, por lo que temía que su sermón inflamara más los ánimos y se acabarse con la relativa armonía que todavía reinaba en el pueblo.

Llegó el domingo y la iglesia se abarrotó, tanto de los unos como de los otros, porque todos querían saber lo que diría en el sermón don Gregorio para que no les pillara después desprevenidos. Pero gracias a Dios don Gregorio, fuera por temor o por convicción, no dijo una palabra de lo sucedido, y se limitó a recordarnos que el mes de mayo era el mes de la Virgen María, y que debíamos venerarla como se debía, acudiendo a los rosarios vespertinos del sábado, además de engalanar como era costumbre la imagen de la Virgen. La del pueblo se apodada «del río», porque según la tradición apareció flotando en el Henares cuando las peste asolaba el pueblo, pero que nadie sabe a ciencia cierta en qué año fue. No hizo sino aparecer la Señora en el río y milagrosamente se terminaron todos los males del pueblo. Al menos eso es lo que cuenta la leyenda de la «Virgen del río». Además de esta imagen, teníamos un San Antonio, oscurecido por el humo de los velas, que no cabía una más en la peana de tanto que le pedían las mozas del pueblo; un San Cristóbal con el niño algo desportillado, porque se cayó en una procesión al escaparse un becerro del encierro, que corneó a los que llevaban el santo, y un cristo bastante antiguo, casi románico, de mala factura pero impresionante por su dramatismo y los chorretones de sangre que le caían por el rostro desde la corona de espinas.

A la salida de la misa el «Tejero», que como alcalde y por protocolo se creía en la obligación de ocupar los primeros bancos de la iglesia, para que fuera bien visible su asistencia a misa, parecía satisfecho y aliviado. «Este cura tiene más sentido común que ese cardenal Segura, por muy primado de Toledo que sea —comentó al mayor de los hermanos Valiente—. Si la clase religiosa fuera toda de este talante liberal el pueblo no tendría aversión por la iglesia, que hay países donde el clero es hasta republicano y reina la armonía y la concordia».

Pero la consigna del «Boletín Eclesiástico» para el sermón dominical era incitar a los católicos a tomar cartas en el asunto y moverse para elegir candidatos católicos en la nuevas Cortes constituyentes, pero don Gregorio debió considerar que semejante consigna carecía de sentido en nuestro pueblo. No puede haber otra razón para explicar su silencio.

Afortunadamente el resto del mes trascurrió sin más sobresaltos y yo pude volver a mi rutina habitual, como era esperar a Inés al borde del camino, mañana y tarde, tocar mi flauta de saúco bajo la encina a mis ovejas, entre aullido y aullido de mi paciente perra y el valido de alguna oveja, que ya habían cogido el tono y no desafinaban.

Así, una tarde de mediados de mayo, cuando ya las obras de la Casa del Pueblo estaban para concluir, vi a la Inés llegar por el camino más tranquila y pensativa que de costumbre. Ya no sólo llevaba su cuaderno, sino un grueso libro que debía de ser donde aprendía otras cosas, además de leer y escribir, y donde aparecían las figuras de dos niños leyendo, pero como si en lugar de estudiar estuvieran jugando.

¡Es una enciclopedia! ¿Sabes lo que es una enciclopedia? — me dijo metiéndome el libro casi en la narices. Yo lo negué con un gesto de cabeza, avergonzado como de costumbre—. Una enciclopedia es un libro para aprender de todo, no sólo a leer y escribir. ¿Lo entiendes?

No esperó mi respuesta y se sentó sobre un corro de hierba ya crecida, porque parecía cansada de la caminata, y permaneció pensativa como era habitual en ella, perdiendo su mirada en algún punto lejano del ya florido valle del Henares.

—¿Tú crees, Andrés, que sabré hacerlo; que sabré hacer de maestra cuando no soy más que una palurda medio analfabeta?

Me sorprendió la pregunta, porque era la primera vez que pedía mi opinión sobre alguna cosa, ya que siempre me hacía de menos y no parecía esperar que yo supiera nada de lo que le preocupara. Por eso me alegró tener la oportunidad de mostrarme como realmente me sentía, responsable y con buen juicio.

—¡Qué sé yo, tú lo sabrás mejor que nadie, pero si te has ofrecido, tus razones tendrás!

Las única razón es que me da coraje que la gente sea analfabeta, como tú, ¡cuando es tan bonito saber leer y escribir y hacer las cuatro reglas; y da tanto aliento que parece que nace una otra vez a la vida!

—Pues con eso ya tienes bastante.

—Pero ¿qué se yo de enseñar?

—Si no lo sabes lo aprenderás, que no hay como la necesidad para aprender las cosas pronto y bien.

—Hablas como si fueras tú el maestro, que seguramente lo serías y mejor que yo, ¡si no fueras tan cabezota!

—¡Tenía que salir el reproche de día! Ya sabes que tengo mis razones.

—Ahora ya no las tienes, porque ahí tienes una escuela para aprender lo que necesitas, y olvídate de que yo sea la maestra, que todo el que venga lo trataré de igual modo.

Era inevitable que surgiera el tema, así es que tenía que tomar ya la decisión, porque no estaba el humor de Inés para darle más reveses. Más por cariño y respeto hacia ella que por otra cosa, me comprometí a acudir a sus clases de alfabetización. Pero no sin refunfuñar.

—Para que te calles de una vez, voy a dejar que me enseñes a leer y escribir, pero sin chanzas ni mofas, que bastante desgracia tengo ya con ser analfabeto para que todavía…

Inés no me dejó terminar, se volvió hacía mí con una amplia y radiante sonrisa de satisfacción victoriosa, y me dio un beso sonoro y triunfal en la mejilla que me dejó señal en la cara.

¡Así me gusta, Andrés, que aspires a ser un hombre de provecho! ¡Ponte ajo en la mano que te la voy a poner roja a reglazos! — y se alejó con ímpetus renovados, dando grandes zancadas, al tiempo que agitaba el brazo despidiéndose de mí. Yo, todavía estremecido por la impresión suave de sus labios en mi mejilla, la imité como atontado. El destino había hecho su trabajo: sería en la Casa del Pueblo del Partido Socialista Obrero Español donde empezaría mi carrera eclesiástica. ¡Ironías del destino!

A la mañana siguiente me despertó el gorgojeo de las golondrinas que cada año anidaban bajo el alero del patio de nuestra casa. Me sorprendió porque era la primera vez que las escuchaba desde el pasado verano, por lo que deduje que habían regresado de su larga hibernación sabe Dios en dónde. Me levanté y con cuidado para no espantarlas, entreabrí el ventanuco de mi dormitorio y, en efecto, ahí estaban otra vez, pero no supe reconocer si era la misma pareja de adultos de cada año o los retoños del año pasado. No por qué pero el corazón se me alegró con aquel monótono soniquete, como si esos pájaros elegantes trajeran la armonía de la vida misma allí donde anidaban. Pensé que sí las golondrinas regresaban al pueblo debía ser porque seguía bendecido por Dios y nada malo nos podría suceder. Si no fuera así, las primeras en saberlo debían ser ellas mismas, y anidarían en cualquier otro lugar.


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