6. Una visita inesperada


Lo que sucedió después del lamentable accidente me cogió tan de improviso que tardé algunos días en reaccionar y hacerme una idea clara de mi nueva situación.

La noche del arresto regresé a mi pueblo, ya a altas horas de la noche, con el grupo de campesinos de la U.G.T. Nos vino a recoger uno de los compañeros con una calesa algo destartalada, que se utilizaba para bajar gente al mercado de Sigüenza. Iba tirada por un recio caballo de gruesos tobillos, poco común en la zona y que debía ser de alguna raza asturiana o gallega. Era un animal dócil y de paso firme y uniforme, capaz de arrastrar el carro camino arriba con una docena de personas y sus compras como si nada. Por decirlo de alguna manera, aquel era el «taxi» del pueblo y si no era muy cómodo, en situaciones como aquella, en que andábamos molidos por una razón o por otra, era un alivio poder viajar en ella. Yo estaba tan cansado que apenas me senté y me pude apoyar en uno de los compañeros, me quedé como adormilado, pero aun pude escuchar algo de las conversaciones entre los campesinos y el mayor de los Valiente.

—Cada día que pasa se ponen peor las cosas. En la provincia de Toledo ya se están ocupando tierras y el general Sanjurjo en persona se ha hecho cargo de la represión, matando a cinco y dejando a no sé cuántos heridos. Hemos declarado la huelga general en la provincia de Salamanca, porque en Palacios Rubios han caído otros dos en una manifestación pacífica. Estos fascistas no paran de provocar a los trabajadores, como si desearan que se liara una bien gorda…

Fue lo último que escuché hasta que llegamos al pueblo.

Mi padre estaba despierto, y, como siempre, pegado al fogón, como un alma ya en el purgatorio, y atizaba el fuego una y otra vez, lo que era señal de que estaba pensando en decirme algo, pero dado su carácter tardaría algún tiempo en pronunciarlo. Por fin, sin quitar la vista del fuego, me preguntó:

—¿Dónde has andado todo el día?

—¿No se ha enterado ya del accidente del chico de don Román?

—¿Y qué tenías tú que hacer allí? —volvió a preguntar, pero en tono agrio y destemplado.

—Estaba ayudando al Benjamín, como otras veces.

Se hizo un mortal silencio. Volvió a golpear las ascuas del fogón con violencia, levantándose una polvareda de cenizas y ascuas ardiendo.

—¡Vete a dormir, que mañana te vas del pueblo!

—Pero, padre, ¿cómo que me voy del pueblo?

—¡Sin rechistar y a la cama, rediela!

Hice lo que me ordenó y me retiré a mi cuarto, mientras seguía atizando las ascuas del fogón. No tenía ni la menor idea del sentido de aquellas palabras. Mi padre no podía obligarme a salir del pueblo ni teníamos familiares directos fuera del allí ni en lugar alguno donde yo pudiera ir. Me tendí sobre el camastro, abrí el ventanuco y vi el resplandor de la luna traspasar las débiles nubes, aligeradas de humedad, que pasaban velozmente empujadas por el viento. Estaba tan acongojado y confundido que no sabía en qué debía centrar mi atención; si en mi desgracia o en la de Inés, que por aquellas horas estaría recibiendo al Juan, que le pondría al corriente de la situación de sus dos hermanos huidos. Me di cuenta de que por muchos males que me esperasen a mí no eran tantos como los que le esperaban a ella, lo que consiguió que me despreocupara de mi suerte. A pesar de lo angustioso de la situación, el cansancio de las emociones del día me venció y me quedé profundamente dormido cuando ya se escuchaba a nuestro gallo en el corral, y el alegre canto matinal de los mirlos en la higuera. Sólo puede pensar un

«¡Que sea los que Dios quiera!». ¡Qué poco sabía yo lo relacionado que estaba mi fututo con aquella resignada expresión!

A la mañana siguiente me despertó un rumor de voces en la sala grande de la casa, y si me sobresaltó fue porque no era habitual que nos visitara nadie, y menos a esas horas de las mañana. Medio adormilado y todavía resentido de la agitación del día anterior, intenté incorporarme y hacerme una idea de lo que pudiera estar sucediendo y quién podría ser aquella inesperada visita. Todavía estaba vestido, tal y como llegara la noche anterior, porque estaba tan casado y aturdido que ni siquiera tuve ganas de desvestirme. Sentía la camisa pegada al cuerpo y los ojos como si estuvieran llenos de tierra, y lo primero que hice fue bajar al patio por la puerta de atrás y meter la cabeza hasta dentro en un cubo de agua fría que subí del pozo. Ya más despabilado me acerqué a la ventana que daba a la sala grande y, para mi sorpresa, vi allí, todavía de pie y con en sobretodo puesto, al párroco del pueblo, don Gregorio, que conversaba o mejor monologaba con mi padre, porque éste apenas respondía y se limitaba a asentir con la cabeza. No llevaba puesta la boina, cosa poco habitual en él, tal vez por respeto al cura, y por su profunda calva me pareció todavía más viejo de lo que creía que era. Se hizo un breve silencio y finalmente mi padre me llamó pensando que todavía estaba en mi cuarto.

—¡Arriba, Andrés, que está aquí don Gregorio y tiene que hablar contigo!

Yo me aseé lo mejor que pude y aparecí por la puerta del corral que comunica con la gran sala, lo que sorprendió a los presentes.

—¿Qué estabas haciendo por el corral? ¡Anda, siéntate que te tiene que hablar don Gregorio!

Necesitaba comer algo sólido, porque tenía el estómago vacío y se me retorcían ya las tripas, pero el tono autoritario con que me ordenó que me sentara no dejaba dudas de la urgencia del caso. Don Gregorio no parecía saber por dónde empezar, y se revolvía igual que solía hacerlo en el púlpito antes de empezar su sermón. Dio dos zancadas de arriba abajo de la sala, se volvió, y, por fin, me dijo sin dirigirse directamente a mí sino hacia mi padre, que estaba tanto o más atento que yo a sus palabras:

—¡Está de Dios que vayas para cura, tal y como ya te dije un día en el campo!

Yo me sobresalté porque empezaba a comprender que se estaba urdiendo alguna trama para decidir sobre mi futuro, y todo hacía suponer que estaban tramando meterme en el seminario de Sigüenza. Mi intuición fue acertada.

—¡Te meto en el seminario, para que te hagas un hombre de bien y no andes por ahí con agitadores! —corroboró mi padre sin dar tiempo al cura a que prosiguiera con sus explicaciones y aclarara por qué, de pronto, yo había sido elegido por Dios para el sacerdocio.

—¡Mira, Andrés, que si andas con esas amistades tú también acabarás metiéndote en algún lío! Dios, que todo lo ve, y el Espíritu Santo, que todo los sabe, han querido iluminar el entendimiento de tu padre y ha decidido que lo que te conviene es la carrera eclesiástica, que todavía eres mozo para ella y, por lo que me han dicho lees ya de corrido y sabes las cuatro reglas, con lo que tenemos mucho ganado.

Yo quise replicar y defenderme, negándome en redondo a sus pretensiones, pero la intransigencia de mi padre me lo impidió.

—Ya está todo arreglado, con que sin rechistar, ¡y harás lo que se te mande, que no eres tan mozo como para valerte por ti mismo!

Aun sabiendo que provocaría su ira, pues mi padre no aceptaba que nadie le contradijera, respondí casi con indignación:

—¡Eso lo tendré que decidir yo, padre! No se mete uno a cura así, por la buenas, ¡digo yo!

Como era de esperar, la expresión de mi padre se congestionó de ira, hizo un ademán como si quisiera abofetearme por mi falta de respeto, pero don Gregorio intervino a tiempo.

—Mira, hijo, no tienes alternativa, tu padre ha vendido las tierras y el ganado a don Román, el comerciante de Sigüenza… Lo ha hecho por tu bien, para que no te falte de nada en el seminario. Son los designios de Dios y, como buen hijo y cristiano, tienes el deber y la obligación de respetar y aceptar la voluntad de tu padre.

Me quedé desconcertado, desarmado y profundamente angustiado. Lo que más me indignaba era la falta de confianza de mi propio padre, al no consultar conmigo aquellas ventas. Era evidente que no tenía salida, pues con dieciséis años recién cumplidos y sin hacienda propia, tendría que valerme trabajando de peón, pero dada mi edad y mi poca experiencia, siempre sería el último en ser contratado. Por un momento pensé en huir, salir en busca de los hermanos Valiente e irme yo también a Barcelona, pero ya estarían lejos y no sabría dar con ellos. Era evidente que yo solo, sin medios y sin haber salido, como aquel que dice, de mi pueblo en toda mi vida, no podía emprender tamaña aventura. Antes de que saliera de mis angustiosos pensamientos, nuevamente don Gregorio me puso al corriente de mi destino.

—La fe es algo que se adquiere con el tiempo, el estudio y la devoción. Todos hemos pasado por esta situación y la hemos superado con la ayuda de Dios y del Espíritu Santo. Después te alegrarás de haber sido un «elegido» para tan noble tarea, como es salvar almas y perdonar pecados.

De pronto, sin pensarlo ni meditar sus consecuencias, casi le grité al cura:

—¡Y quien salva la mía! Yo no quiero ser cura; seré lo que tenga que ser, pero cura, ¡nunca!

Mi padre se levantó con tan desacostumbrada energía que volcó la mesa, haciendo caer dos vasos,que se hicieron añicos, y un plato con algunas rodajas de chorizo.

—¡Arreando para el Seminario, y no se hable más! —me gritó colérico, señalándome la puerta de la calle—. ¡Y cuando cruces esa puerta ya no vuelvas más por esta casa, que reniego de un hijo que no respeta ni al mismísimo Dios!

Don Gregorio volvió a intervenir, tratando de calmar a mi padre, cuya excitación le causaba ya ahogos y temimos que le pudiera dar algún ataque.

—¡No discutas la voluntad de tu padre y sube a tu cuarto, que yo lo calmaré como mejor pueda!

Hice lo que me mandó el cura, porque realmente mi padre estaba a punto de asfixiarse por el sofoco y no quería sentirme responsable si le ocurría algo grave. Era evidente que estaba atrapado y no tenía sentido negarme al destino. Huir carecía de sentido y obedecer era como si me llevaran directo al matadero. Al subir las escaleras traté de hacerme una idea de lo que me esperaba, pero sólo pude verme a mí mismo, vestido de seminarista, arremangándome los faldones, correteando por ahí detrás de un balón de fútbol, tal y como los había visto en alguna ocasión, pero nada me hizo pensar en la trascendencia real de aquella decisión y su relación con la Iglesia y sus funciones.

No sabía qué recoger ni qué iba a necesitar, porque, en realidad, no tenía más que lo puesto y para el seminario ya no necesitaría las ropas de domingo. Entonces me vino a la mente, como si me dieran una bofetada, la imagen de Inés. Me senté desconsolado sobre la cama y, por primera vez en mi vida, lloré como un crío, no tanto angustiado por poner fin a nuestro noviazgo, sino porque tendría que faltar a mi promesa y sería una terrible noticia para la pobre muchacha, ya bastante atribulada por las circunstancias. Todavía sollozando, sentí que don Gregorio me ponía la mano sobre el hombro y trataba de consolarme:

—¡Todos los que servimos a Dios hemos pasado por esto, Andrés! —me dijo el cura que había conseguido calmar a mi padre y llegar a un acuerdo menos radical—. Acepta los hechos, que Dios sabrá por qué lo quiere así. Tal vez espere de ti grandes cosas, que la carrera eclesiástica tiene muchas posibilidades. ¡Quién nos dice que no llegarás a ser cardenal! Anda, deja de llorar como un chiquillo que ya eres buen mozo, que entrar en el seminario para los tiempos que corren es lo mejor que puede hacer un muchacho como tú, ¡que mal pintan los tiempos para los oficios del campo y menos para un pastor! He acordado con tu padre que vendré a por ti el domingo, después de las vísperas. Las cosas no se pueden hacer tan precipitadamente. Así es que tendréis tiempo de hablar entre vosotros y arreglaros, que no es cosa de que empieces tu carrera enfrentándote con tu padre.

—¿Qué será de él? —pregunté a su vez, casi resignado.

—Si no se vale, vendrá al asilo con las monjitas, que allí lo cuidarán adecuadamente; pero si se vale, se quedará en su casa.

Comprendí que no valía la pena hacer más objeciones sobre mi falta de vocación religiosa. Mi padre había decidido apartarme de los hermanos Valiente y ésta había sido la mejor forma que se le ocurrió para hacerlo. No había otra razón. Pero en su decisión también influyeron, tanto el propio don Román como el mismo don Gregorio. Entre todos se empeñaron hacer de mí un cura, cuando en el país se desataba una auténtica furia anticlerical. No fue, desde luego, una decisión muy acertada ni oportuna.

Cuando bajamos a la sala, mi padre parecía calmado, ocupado en recoger los restos de los vasos y del plato roto y pareció no percatarse de nuestra presencia.

—Bueno, Cipriano, el chico parece que está convencido, conque nada de disgustos, que no puede haber maldades ni violencias en la casa de un futuro cura —mi padre pareció satisfecho, pero no replicó y continuó con su labor de limpieza—. Lo dicho, Cipriano, y con Dios, que tengo otras obligaciones que cumplir. El domingo que el chico esté listo y aviado. Y nada de disgustos, y no lo digo sólo por el chico, que cumplirá con su obligación, sino por ti, ¡que todavía tienes que ver al mozo ordenarse sacerdote!

Yo escuchaba aquella conversación totalmente aturdido, como si no estuvieran hablando de mí, pero no estaba dispuesto a tener más altercados con mi anciano padre, así es que asumí con docilidad la situación e hice ver, asintiendo mecánicamente con la cabeza, que estaba de acuerdo con cuanto decía el cura. Al salir de la casa, todavía cambió don Gregorio una mirada significativa con mi padre, como si no estuviera seguro de que reinaría la paz después de que se ausentara, por lo que creyó necesario volver a amonestarme, sólo por dejar tranquila su conciencia:

—¡Hala, a ser bueno, Andresito, que ya verás como lo del seminario acaba gustándote!

No quería quedarme a solas con mi padre y se me ocurrió la única excusa para salir de la casa con su permiso.

—¡Voy a cementerio; a la tumba de madre!

No contestó, pero me dio a entender que lo aprobaba.

Salí de la casa casi como un furtivo y al encontrarme en la calle, sentí con alivio el frescor de la mañana, porque me ardía la frente y me sentía como transpuesto, por todas aquellas emociones y contrariedades. Reaccioné y emprendí el camino del cementerio, siguiendo el sendero ladera arriba tan rápido como puede, porque me aterraba la idea de encontrarme con la Inés y tener que darle explicaciones en el lamentable estado en que me encontraba. Necesitaba tiempo para hacerme a la idea de mi nueva situación y lo mejor era salir del pueblo, echar monte arriba, y no detenerme hasta que me faltaran las fuerzas. Llegué al cementerio cuando empezaba a caer una fina llovizna otoñal que humedecía las mohosas piedras del muro, tupido de zarzales silvestres, matas recias de saúco, de olor amargo, y un chopo empeñado en crecer contra el muro, obligando a los sillares a hacerle sitio, inclinándolos hasta hacer caer a los más altos a fuerza de tesón y paciencia. Chirrió la puerta, cubierta de herrumbre y matorrales, y me dirigí sorteando con dificultar las otras tumbas, abiertas sin demasiado orden ni un plan determinado, hasta que pude alcanzar el nicho donde yacía mi madre, porque no pudimos pagarle una tumba sobre tierra. No sabía qué hacer ni cómo dirigirme a ella, pues no es fácil saber cómo se les debe de hablar a los muertos, pero se me ocurrió algo que la consolara, por si, como me sugirió un día don Gregorio, andaba todavía por allí, en espíritu, pero que pudiera oírme:

—A lo mejor a usted le alegra que me haga cura... —dije algo avergonzado. Después reflexioné unos instantes antes de continuar, y creo que fue aquella la primera vez que asumí con verdadera resignación y hasta con un propósito mi destino—. Porque si estuviera usted viva, a lo mejor preferiría que me casara para darle algún nietecillo, pero estando ya muerta, ¡qué le importan ya a usted los nietos! A lo mejor ahora le hago más apaño metiéndome a cura…

Aquella simple reflexión tenía para mí bastante sentido y me reconfortó. Fue como si mi pobre madre, desde su nicho, me hubiera dado su bendición y me animara a la carrera eclesiástica, porque al salir del cementerio ya me sentía distinto, más sosegado y reconfortado. Tanto que en lugar de seguir con mi plan de echarme monte arriba, volví al pueblo dispuesto a encontrarme con la Inés y comunicarle cuanto antes la noticia, no fuera que la conociera por otras personas, que en el pueblo las noticias corrían tan rápido que las conocían los demás antes que los mismos interesados.

La despedida

Todavía estaba el pueblo revuelto por los sucesos del día anterior y al verme pasar la gente se sorprendía de que no estuviera preso o en el calabozo. A pesar de su curiosidad, que les modificaba, no se atrevían a preguntarme la razón y se limitaban a saludarme con más expresividad y aspavientos que de costumbre:

—¡Con Dios, Andresito, me alegro de verte con bien!

Me saludaban intentando sonsacarme algo sin atreverse a preguntar, pero yo no replicaba y me limitaba a devolverles el saludo, consciente de dejarlos rabiando por no seguir la conversación.

No sabía si dirigirme directamente a la casa de Inés o pasar antes por la Casa del Pueblo, para saber por su hermano mayor cómo estaban las cosas en su casa. Opté por esta segunda alternativa, pero el local estaba cerrado. Bajé por el sendero del río para ver si estaba por las huertas, pero tampoco estaba. Ni siquiera se encontraban allí otros miembros de su familia, como solía ser habitual por aquellas fechas en que todavía quedaban verduras y legumbres por recoger. Indeciso, continué hasta el río, bajé por el sendero que lleva al recodo y al llegar escuché en canturreo de algunas mozas, que seguramente estaban lavando ropa en aquella parte del río. Pensé que tal vez Inés podía estar también en el grupo y llegué por entre los zarzales hasta el pradillo que tan dolorosos recuerdos me traía en aquella ocasión. Al verme, el grupo de muchachas que lavaban ropa se sobresaltaron, como si fuera yo un aparecido, porque estarían tan sorprendidas como el resto del pueblo de verme libre después de que me llevaran detenido a Sigüenza. Pero Inés no estaba en el grupo.

—¡No os asustéis, que no soy un fantasma!

—¡Pero, Andrés!, ¿no estabas preso en Sigüenza por lo del hijo de don Román?

—Lo estaba, pero ya no lo estoy, ¿o no lo veis? ¡Vaya ocurrencia de pregunta! ¿Y la Inés, no está con vosotras?

—Ahí la tienes, tendiendo ropa, que se alegrará de verte libre, porque estaba mustia como si fuera a morirse. ¡Es que, hijo, entre lo tuyo y lo de sus hermanos, vaya disgustos que se está llevando la pobre Inés!

Sentí que la sangre me subía a la cabeza y me temblaban las piernas hasta casi doblarse, porque no contaba encontrarme con ella tan de improviso y en aquel lugar, pero Inés apareció cargando una cesta vacía sobre la cadera. Al verme, dejó caer la cesta y por pudor hacia las otras muchachas que contemplaban la escena no sabía cómo reaccionar, pero creo que se hubiera abrazado a mí de haber estado solos.

—¡Andrés, gracias al cielo que te veo!

—¡Pues aquí estoy, que salí libre al tiempo que tu hermano, pero a mí ni me tocaron!

—Ya lo sabía, pero al no verte… que sé yo, he llegado a pensar tantas cosas malas… ¡Si es que no nos pueden venir más desgracias juntas! Ven, vamos a otro sitio, pero no me cuentes nada de lo ocurrido que bastante he tenido ya en casa… ¡Estoy tan contenta de verte con bien y libre!

¿Cómo podía, en esas circunstancias, contarle a Inés la razón por la que estaba libre? ¿Cómo añadir más dolor al que ya padecía? Y si no lo hacía, ¿cómo darle falsas esperanzas y esperar a que lo supusiera por otros, que es lo que más temía? ¡No había más remedio que terminar cuanto antes con aquella dolorosa situación y que fuera lo que Dios quisiera! Yo no era culpable de lo que estaba pasando, bien sabía Dios que amaba a esa muchacha y por mi voluntad nunca hubiera aceptado renunciar a ella para servirle a Él. Me sentí cruel y despiadado, pues pensé que ningún ser humano con sentimientos nobles y buenos sería capaz de faltar a la palabra de compromiso dada a una mujer, pero algo me dijo que tenía que hacerlo y cuanto antes mejor.

—¡Inés, espera, no te hagas ilusiones!… —se quedó como petrificada y me miró como si fuera un perrillo a quien estuvieran apaleando y, sin embargo, seguía sintiendo aprecio por quien le pegaba, y esperó a que me explicara, como si de ello dependiera su vida—. ¡No es fácil lo que tengo que decirte!... Bien sabe Dios, y él debe saberlo mejor que nadie, que no es mi deseo… pero lo nuestro no puede seguir…

—¿Por qué, Andrés? —se atrevió a preguntar casi al borde del llanto.

—Pues, porque… ¡maldita sea, porque me meten a cura!

Inés se llevó las manos a la boca con gesto de asombro. Quedó unos instante inmóvil mirándome como si yo me hubiera trasfigurado en un demonio, porque en lugar de hacerlo con la ternura de hacía unos instantes, ahora lo hacía con rabia contenida, que fue creciendo hasta que, de pronto, se arrancó la medalla que le regalara por su cumpleaños y me la arrojó a la cara. No sentí el dolor del pequeño metal golpear contra mi frente, sino la frase de odio inesperado que me dirigió al hacerlo:

—¡Toma tu virgen y cásate con ella!

Se volvió airada, recogió el cesto de la ropa y se dirigió al grupo de las asombradas muchachas que habían contemplado toda la escena conteniendo hasta la respiración.

—¡Ea!, ¿qué miráis con tanto asombro? Cuando un hombre falta a la palabra dada a una mujer no es un hombre y no vale la pena pensar más en él, que mozos sobran en el pueblo, y con hombría, ¡no como él! ¡Ya debía tenerlo previsto cuando me regalo la medalla, que de sobra sabe que no creo en esas zarandajas!

Las muchachas, abrumadas y asustadas, no se atrevieron a rechistar. Yo estaba profundamente avergonzado, pero sobre todo desconcertado por la violenta reacción de Inés. Esperaba que hubiéramos podido conversar y le hubiera explicado que permanecería en el seminario el tiempo necesario hasta que pudiera librarme de la tutela de mi padre. Después lo dejaría para casarme con ella, si eso era lo que deseaba, pero no me dio la oportunidad. Profundamente apenado, recogí la medalla del suelo, la contemplé unos instantes preguntándome por qué no elegí la pulsera, como me sugirió la gitana, pero no encontré la respuesta. Convencido de que no valía la pena explicarme y que ni siquiera me escucharía, dejé a Inés con las otras muchachas y regresé al pueblo, con la dolorosa sensación de que había perdido todo cuanto me ataba ya a aquel lugar. A partir de ese instante podían hacer de mí lo que mejor les pareciera, carecía ya de interés por la vida y no tenía voluntad.

El siguiente domingo, como estaba previsto, tenía mis cosas dentro de una vieja maleta de cartón, asegurada con una cuerda de esparto y esperaba en la puerta de la casa la llegada de don Gregorio, con quien ingresaría ese mismo día en el seminario de Sigüenza. No sentía nada especial, ni pena ni alegría. Seguía con la vista los grupos de cuervos revolotear sobre las copas de los altos álamos de la ribera del Henares, hasta posarse en sus ya descarnadas ramas. Entonces recordé aquellos versos de Machado que Inés nos había leído en la Casa del Pueblo y al repasarlos en mi mente me di cuenta de que una lágrima incontrolada resbalaba por mi mejilla. Después llegó el cura, me restregué la lágrima furtiva con el dorso de la manga de la chaqueta, cargué con la maleta sobre el hombro y emprendimos el camino hacia lo que sería mi nuevo destino. Atrás quedaba la única época feliz de mi vida y, por esa razón, la he contado tal y como fue, porque lo que vendría después no fue sino odio desbocado, violencia y muerte fraticida.

El ingreso

Creo que durante todo el camino don Gregorio y yo no intercambiamos más de dos o tres palabras, y todas sobre el tiempo o el estado del campo. Yo tuve que detenerme de tanto en tanto para cambiar de hombro la pesada maleta, pero el cura no aminoraba el paso. La realidad era que, lejos ya de la presencia de mi padre, se vio claro cuál había sido su interés por mí. Era como si le hubieran hecho un encargo de cuyo resultado no estaba muy satisfecho, y tenía prisa por deshacerse de mí y dar por cumplida su misión. Lo cierto era que mi ingreso en el seminario fue el fruto de una transacción económica, pues don Román hacía tiempo que andaba detrás de nuestras tierras, que lindaban con las suyas, y para convencer a mi padre no se les ocurrió mejor solución que incluirme a mí en el trato. Lo arreglaron todo para que una parte del importe de la venta fuera al obispado, para mis gastos, y la otra al asilo, donde no tardaría en ingresar mi pobre padre. Así es que todo estaba previsto de antemano, y no digo que don Gregorio no se llevase en esta transacción alguna comisión, porque, a juzgar por su súbito desinterés por mí, no me veía precisamente como un candidato a la beatificación.

Lo cierto era que en la España rural éramos legiones los seminaristas de conveniencia, que llegábamos a los seminarios tras alguna de estas vergonzosas transacciones, lo que no ayudaba a mejorar la reputación de lujuriosa y ávida de bienes que pesaba sobre la Iglesia católica de aquel tiempo en nuestro país.

Llegamos a Sigüenza cuando ya estaba la alameda casi desierta, que por ser domingo no haría mucho que debió terminar la acostumbrada verbena, con música de baile animada por la orquesta municipal. Sólo algunos mozos, algo achispados y vociferantes, andaban canturreando coplas mal entonadas y con un lenguaje tan soez que el cura me urgió a apresurar el paso, porque aquel no era el mejor ejemplo para un candidato a la castidad.

Al llegar a la gran puerta del seminario la encontramos cerrada. Don Gregorio dio un par de aldabonazos, temiendo sin duda que por la hora que era no pudieran hacerse cargo de mí y tuviera que volverme al pueblo sin poder formalizar mi ingreso. Chasqueó los labios, se agitó nervioso mientras miraba en dirección a las ventanas superiores, en las que no se veía ya resplandor alguno de luz eléctrica, pues sin duda los seminaristas ya se habrían recogido a sus dormitorios. Por fin se escuchó el crujir del cerrojo de la puerta, un golpe seco como si el batiente estuvieran atascado, y nos abrió el portero; un hombretón ya entrado en años, cubierto con un guardapolvos raído, de aspecto desaliñado, con unas gruesas gafas de concha reparadas con pegamento en una de las patillas. Iba tocado con una boina negra, calada hasta las orejas, con lo que su aspecto general era verdaderamente esperpéntico.

—¡Pase usted, don Gregorio, que ya me estaba quedando dormido pensando que no vendrían! ¿Es éste el mozo del tío Lafuente?

—¡El mismo! No, no entro, que ya es tarde. ¡Anda, acomódalo hoy como sea que mañana ya veremos qué se hace con él!

—¡Pasa, chico, ya as oído a don Gregorio! —y se apartó dejando libre la puerta que ocupaba completamente con su enorme corpulencia. Entré en el zaguán que se quedó totalmente a oscuras cuando el portero cerró, de un sonoro portazo, el batiente de la puerta. Aquel portazo lo sentí como si acabaran de poner la losa de mi sepultura, pues sólo faltan aquellas tinieblas para que la imagen fuera casi real.

—¡Espera que encienda, que yo no echo la luz porque ya me lo conozco al tiento!

Entramos en un largo pasillo, con grandes ventanales que daban a un patio, del que no se veía más que una farola al otro extremo, sobre la pared de otra construcción y el resplandor de otra, que debía de estar situada en el muro del pasillo. A pesar de la penumbra pude ver que se trataba de una simple explanada de tierra, con algún que otro banco de piedra, que seguramente serviría de patio de recreo para los seminaristas.

—Echa por aquí, chico, que ya as oído al cura; esta noche te acomodas en mi cuarto porque no vamos a molestar a nadie, que a estas horas están todos recogidos.

Entramos en lo que debía ser su modesta vivienda, cuya decoración se limitaba a una pequeña mesa de camilla arrimada a una de las ventanas que daban a la calle, cubierta con un tapete de hule, dos sillas con cojines deformados por el uso, un tosco crucifijo pero de tamaño considerable, alguna estampa religiosa sin enmarcar y un canapé de madera y enea, sobre el que reposaban don cojines bordados, uno con el Sagrado Corazón y el otro con la Paloma de la Trinidad.

—¡Acomódate aquí, que ya te traigo una manta! ¿Tienes hambre, chico?

Negué con un gesto de cabeza, porque lo único que deseaba era librarme ya de la pesada maleta y recostarme sobre aquel canapé, que por su tamaño me preguntaba dónde pondría las piernas. Salió el portero en busca de la manta y yo me acurruqué como puede en tan escaso lecho, con reparos de apoyar mi cabeza en un almohada tan sagrada, por lo que la cambié por la del Espíritu Santo. Cuando regresó el portero no hizo sino cubrirme con la manta, pero yo ya no me enteré, porque me había quedado dormido.













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