5. El interrogatorio


Juan tuvo la idea, para despistar a los guardias, de rodear el pueblo, y amparados por la penumbra de aquella hora vespertina, entrar cada uno por un sitio distinto, contrario al lugar por donde habían huido los hermanos. Yo debería bajar por la ladera del norte, como si acabara de encerrar mi propio ganado y él subiría por el sendero del río, como si viniera de los huertos. Al acercarnos, vimos a varias mujeres descender precipitadamente por el sendero, agitando los brazos y gritando angustiadas:

—¡María, María, que están los civiles llamando en tu casa!

¡Anda a ver qué ha sucedido!

Juan quiso adelantarse y prevenir a la madre, pero a penas tuvimos tiempo, porque la pobre mujer soltó todo lo que tenía entre manos y corrió despavorida hacia el pueblo.

—¡Pobre mujer! ¡Sin haber hecho nunca mal a nadie y que tenga que sufrir tantos sinsabores! —comentó Juan indignado—.

¡Corre Andrés, y no te dejes ver por el pueblo! Ve a tu casa y espera allí a ver qué pasa. A mí me llevarán al cuartelillo de Sigüenza, pero con suerte a ti ni te interrogan.

Yo, incompresiblemente, me atreví a darle ánimos, cuando estaba tan asustado que de no ser por sus consejos, no hubiera sabido qué hacer en tan delicada situación:

—¡Ánimo, Juan, que ya verás como todo se aclara y tus hermanos están de vuelta en una o dos semanas— le dije sin demasiado convencimiento.

Subió por el sendero como estaba previsto, después de coger la azada y el saco con judías que había abandonado su madre en su precipitada salida. Vi como cruzó la plaza, y sin el menor nerviosismo, con la tranquilidad de quien ignora lo sucedido, se encaminó hacia su casa. Yo bajé como estaba previsto por la calle que desemboca en el Ayuntamiento y seguí sus pasos a cierta distancia, sobre todo para saber lo que harían con él. En la puerta de la Casa del Pueblo se había concentrado un grupo de campesinos del sindicato, vigilados de cerca por dos números de la Guardia Civil, que envueltos en sus capotes, tenía el mosquetón apoyado en el suelo, listo para tenerlo en posición de tiro en previsión de cualquier altercado. Al ver aparecer a Juan Valiente, los del sindicato se acercaron a él y le previnieron de la presencia de los guardias.

—Ya los he visto. ¡Nada de provocaciones! Si me llevan al cuartelillo vosotros quietos, que ya me soltarán porque contra mí no tienen nada.

—¡Pero te van a moler a palos, Juan! ¿Y si declaramos la huelga?

—Pero, ¿qué huelga ni que narices? ¡He dicho que os quedéis quietos! Si no vuelvo esta noche avisar a los de Sigüenza. Pero lo dicho, ¡sin provocaciones!

Antes de que pudiera terminar la pareja se acercó al grupo y sin demasiados miramientos, abriéndose paso a empujones, le preguntaron:

—A ver, ¿eres tú Benjamín Valiente?

—Ese es mi hermano pequeño, yo soy Juan Valiente.

—¡Echa delante y acompáñanos!

—¿Estoy preso?

—¡Estas detenido!

—¿Yo? ¿Qué he hecho yo, si puede saberse?

—¡Ya lo sabes tú mejor que nosotros! ¡Y te advierto que no te hagas el listo y sin chulerías, que no está el horno pa’bollos!

—¿Puede saberse por qué me detienen?

—¡He dicho que tires pa’lante y sin rechistar, que aquí los que preguntamos semos nosotros!

El guardia le empujó dándole con la culata del mosquetón en las nalgas. Por un momento tuve miedo de que se armara una carnicería, porque los del sindicato, que contemplaban aquel interrogatorio, estuvieron a punto de agredir al guardia, pero Juan les hizo un enérgico gesto y se calmaron.

—¡Sea, pero con modales, que yo no he faltado a nadie ni hecho nada malo; que yo sepa!

El guardia no contestó y acompañó al mayor de los hermanos hasta la puerta de su casa. Allí se reunió con la otra pareja, entre los que debía de haber un suboficial:

—¿Es éste Benjamín Valiente?

—¡No, mi sargento, es el hermano, Juan Valiente!

—¿Donde está el otro hermano, un tal Benjamín?

—No le he interrogado todavía, mi sargento.

—¡Tú!, ¿dónde está tu hermano?

—¿Qué ha hecho? —preguntó a su vez el Juan interpretando su papel de ignorar lo sucedido.

—¡Mal empezamos la fiesta! ¿Dónde está tu hermano? ¡Y no te lo voy a preguntar otra vez, que si se escapa de la justicia te caerán unos cuantos años por encubridor!

—¡No sé lo que ha hecho ni sé dónde está, pero si lo supiera tampoco lo denunciaría, que conozco mis derechos!

—¡Venga, al cuartelillo con él, que aquí no sacamos nada el limpio! ¡A despejar, cada uno a su casa, que aquí no pasa nada!

—Mi sargento, falta otro, un tal Andrés Lafuente, un pastor que acompañaba al hermano.

Cuando escuché mencionar mi nombre me temblaron las piernas y creí que me caía de la flojera que me entró, pero no sé por qué, al ver al mayor de los Valiente ser tratado de aquella manera y aguantar las vejaciones con tanta dignidad, me contagió su valor y me sentí solidario, así es que me armé de valor dispuesto a compartir con él lo que le pudiera sucederle.

—¡Yo soy Andrés Lafuente! ¿Qué quieren de mí? —y di un paso al frente con tanta decisión que estuve a punto de caer sobre el propio sargento.

—¿Dónde está el hermano pequeño de ése? —y señalo a Juan con desprecio.

Yo comprendí que si mentía empeoraría mi situación, pero tampoco podía denunciar a los hermanos, así es que con rapidez encontré una aceptable respuesta, cruzando una significativa mirada con el Juan, que por su expresión de alarma se temía que fuera a denunciarles, y les dije con tanto aplomo que se lo creyeron:

—Yo no sé lo que sucedió después del accidente, porque salí corriendo asustado y he estado escondido en mi paridera, ahí arriba, de donde acabo de bajar cuando he visto el alboroto.

—¡Para el cartelillo con él también, que ya veremos si dice o no la verdad!

No vi a la Inés en el tumulto, por lo que deduje que estaría consolando a la madre, que no apareció mientras duró aquel breve interrogatorio. Lo sentía por ella, porque aquello iba a cambiar completamente su vida, ya de por sí llena de dificultades, y ahora tendría que hacer frente a aquella nueva desgracia. Yo me sentía orgulloso de mí mismo y digno de su afecto, al haberme solidarizado con sus hermanos y dispuesto al «martirio», pues no nos cabía la menor duda de que no saldríamos de aquello sin haber recibido una paliza, algo que era casi una costumbre y de la que, hasta la fecha, no se había librado nadie de los que por la razón que fuera habían pasado por lo mismo.

—¡Gracias, Andrés! —me susurró con disimulo el mayor de los hermanos—. Algún día espero poder devolverte este favor... ¡Y espero que no te peguen muy fuerte, que todavía estás tierno para palizas!

Casi a empujones, porque anochecía y los guardias debían tener prisa por resolver el asunto, nos llevaron a Sigüenza. A Juan lo esposaron pero a mí, tal vez por mi gesto de entregarme voluntario, me dejaron las manos libres. No nos condujeron al cuartelillo sino a la cárcel local. Al entrar en el pueblo, rodeados por los números de la Guardia Civil, la poca gente que andaba por las calles mal iluminadas parecían disfrutar del espectáculo, y en lugar de apartarse se arremolinaban hasta impedirnos casi el paso. Sobre todo en lo que llaman las Travesañas, o la parte vieja de la ciudad, donde viven las gentes más pobres y desarrapadas. Sin duda eran bien conocedoras de las dependencias de la cárcel, que estaba situada en una pequeña plazuela porticada, en el lugar donde en otro tiempo se celebraban los mercados y estaba el mismo Ayuntamiento cuando todavía la ciudad estaba amurallada. Las dependencias eran sórdidas, oscuras y enmohecidas, con techos desiguales, de tosco artesonado. En el portal hacía guardia un número que se cuadró militarmente al pasar el sargento. Sólo una bombilla iluminaba la plaza, cuya tulipa negra y sucia se balanceaba de un lado para otro amenazando con desprenderse. Otra bombilla, de la que colgaba una tira de matamoscas, pegagoso y ennegrecido por los muchos insectos que tenía ya pegados, colgaba en el centro del portal, que desprendía un fuerte olor a lejía o aguafuerte, además del característico olor de las casas viejas. Al entrar en el amplio portal, apareció por una puerta lateral quién debía ser el comandante, porque todos los números se detuvieron y el sargento se adelantó cuadrándose, cruzando el antebrazo a la altura del pecho:

—¡A la orden, mi capitán, traemos estos dos detenidos para interrogarles!

—¿Son los hermanos Valiente? —preguntó el capitán.

—Uno sí, señor, el otro es un pastor que estaba en la paridera cuando se produjo el ataque.

Yo quise protestar, pero Juan me dio un disimulado codazo y permanecí en silencio.

—¡Que los fichen, mientras aviso a don Román!

A empujones nos metieron en una nueva dependencia, más lóbrega que la anterior y no menos oscura, donde un número ya de avanzada edad, encorvado, de rostro sombrío y curtido por sus muchas guardias a la intemperie, estaba sentado al otro lado de una mesa. Estaba descubierto y mostraba una calva blanquecina y casposa. Al vernos entrar, se levantó y preguntó al compañero, mientras éste le quitaba las esposas al Juan:

—¿Son estos los que han pinchado al chico del Beltrán?

—El hermano mayor, y el pastor que le acompañaba. Ves fichándolos que ahora viene el capitán.

Se volvió a sentar cansinamente, como si le hastiara su trabajo, que debía repetir el mismo constantemente. Después de escribir nuestros nombres y dirección sobre una cartulina, la puso sobre la mesa, arrimó un empapador de tinta negra, y nos hizo dejar nuestras huellas sobre los recuadros señalados para ello. Después estuvo unos instante comprobando si habían quedado bien impresas y como parecía estar conforme, las colocó en un viejo portapapeles de hierro, al tiempo que ordenó que nos sentáramos y quedáramos en silencio, a la espera de que viniera el oficial de guardia.

—Ese joven es un poco calavera, pero no es razón para pincharle con una hoz, que parece que está grave y medio desangrao —comentó el número, pero no sé si a favor nuestro o en contra. El cometario nos alarmó, pero el Juan parecía estar satisfecho de haber aconsejado a su hermano huir del pueblo, porque si el chico moría las consecuencias sería todavía más graves para el Benjamín.

Fueron unos minutos angustiosos los que permanecimos sentados en aquel banco, apoyados sobre el sucio encalado de la pared, hasta que escuchamos ruido de voces al otro lado de la puerta que daba a la calle. Al parecer acababa de llegar el padre del Romanín y estaba hablando, casi a gritos, con el oficial:

—¡Ya han detenido a ese desalmado!

—¡No señor, al agresor no lo hemos cogido, pero hemos detenido a un hermano que sabrá donde está escondido!

De pronto se abrió violentamente la puerta y apareció don Román rojo de ira, seguido del capitán, como si él mismo fuera a llevar el interrogatorio. El oficial señaló al Juan y don Ramón se plantó frente a él, y le gritó:

—¡Tú, cacho cabrón, dónde se ha escondido tu hermano!

El oficial se sobresaltó por el tono agresivo de don Román y trató de calmarle. Juan le miró fijamente, con tanta ira contenida que el viejo provocador quedó desconcertado.

—¡Deje, don Román, que nosotros le interrogaremos, y no se preocupe que nos dirá todo lo que sepa —comentó el oficial con cierto tono pacificador—. Anda, Fermín, llama al cabo, que él sabe cómo llevar estos interrogatorios, y llévatelo de aquí no tengamos un altercado.

El viejo guardia se levantó con el mismo gesto cansino, le entregó las fichas al oficial, y se llevó al Juan fuera de la sala, pero a mí me dejaron allí, sentado y aterrado, como si no fuera nada conmigo, lo que me confundió.

—¿Cómo está el chaval? —preguntó el oficial al excitado don Román.

—Mal, ha perdido mucha sangre porque el pinchazo le ha tocado una arteria, y, por si fuera poco, la horca no podía estar más emponzoñada, ¡que veremos si se le puede curar la infección y salvamos la pierna!

El oficial pareció confundido y azorado, sin saber qué replicar.

Tosió nerviosamente y se atrevió a sugerir:

—El caso es... don Román, que la horca no tiene ni rastros de sangre…

Don Román se volvió hacia el oficial como si hubiera sufrido una descarga eléctrica, y con tensa calma y fingida cordialidad, le replico:

—Tomás, hijo, antes que tú, tu padre fue comandante de este cuartel y siempre sirvió con lealtad a esta ciudad. Tú no eres peor que él y se te aprecia, y aún te quedan muchos ascensos... Tú no conoces esta gente como los conozco yo, que estoy de tratos siempre con ellos. Ese… asesino habrá tenido la sangre fría de limpiar bien la horca antes de salir huyendo dejando a mi hijo allí que se desangrara. Además, ¿vas a creer más en la palabra de un desarrapado que en la mía? —el guardia tosió inquieto, comprendiendo la indirecta, pero no pudo replicar porque don Ramón continuó con sus veladas advertencias—. Tú lleva el caso como yo te ordene, que o damos un castigo ejemplar a esta gente o dentro de cuatro días andarán ya asaltando y pegando fuego a nuestras casas.

—Pero, don Román —se atrevió a remarcar de nuevo el guardia—, el caso es que éste es del sindicato de la U.G.T., y si nos equivocamos igual provocamos una revolución en la ciudad, que están las cosas al rojo vivo.

—¡Precisamente por eso, Tomás, ahora es cuando tenemos que mostrarnos firmes y no dejarles pasar ni una tropelía más!

De pronto se volvió hacia mí, me miró desconcertado, como si no me hubiera visto antes, y preguntó al oficial:

—¿Qué hace aquí el hijo del tío Lafuente?

—Parece que estaba en la paridera; y eso es lo que trato de decirle, que también él jura que fue un accidente...

—De éste ya me ocupo yo, que estoy en tratos de tierras con su padre y si tenemos juicio dirá lo que tenga que decir. Mándale a su casa y no le fiches, que éste no puede haber hecho ningún mal.

—¡Lo que usted ordene, don Román!

Para mi alivio, me dejaron en libertad y rompieron mi ficha. En cuanto al Juan Valiente, como era de esperar fue brutalmente golpeado, pero no delató a su hermano. Sobre las doce de la noche, un abogado de la U.G.T. se presentó en la prisión pidiendo que se aplicara el «Habeas Corpus» para el detenido, y como no tenían cargo alguno contra él, algo magullado y sobre todo humillado, pudo abandonar la cárcel. En la plaza le esperaban un grupo de militantes socialistas y de la U.G.T., que si no lo hubieran puesto en libertad, estaban dispuestos a asaltar las dependencias. Pero, por esta vez, la sangre no llegó al río.




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